jueves, 30 de noviembre de 2023

Vivir en el ahora infinito.

Inocencia es el niño, y olvido; un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí’».
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

Incluso aunque por culpa de la velocidad con la que pedaleaba sintiera como el aire frío congelaba mi rostro, fue inolvidable. Fue inolvidable porque pensé que el rodar de mi bicicleta podía ser como la metáfora de aquella vida que sugiere Nietzsche, una vida que se afirma a cada momento con alegría en su ciclo continuo. Aquel día en las montañas de León sentí algo inmenso para lo que no tengo palabras. Sentí algo así como un peso que, aunque liviano, era un peso que invadía mi pecho mientras pensaba en la filosofía y pedaleaba, pensaba en aquellos grandes humanistas florentinos cuyos textos atravesaron el mediodía de mi juventud, ya perdida. Quizá llamarlo carga sea algo impreciso porque lo que sentí no era más que ese instante donde se abre el conocimiento ,que en el fondo no es más que mi propósito de vida. Sin embargo, no puedo explicar con total certeza lo que sentí, ni reducirlo a los motivos que nos da la razón para hacerlo. Sentir el viento rápido golpeándome la espalda, el sol medio oculto entre las nubes —que por momentos iluminaba partes del descenso — mientras miraba a lo lejos la  me produjo un bombardeo de sensaciones fuertes. Ese instante… y luego otros mejores, seguido de muchos otros igual de intensos. Pienso que algo así debe ser vivir desde un excedente de sentido. A veces es tan abrumador… porque es algo que no puedes detener: la rueda que no para en el asfalto, que cruza los caminos y los ríos; el tránsito circular de tus ideas, el pensamiento cíclico… Quizá ese instante de creatividad obsesiva sea lo que me hace apreciar la escritura, lo que me hace amar la filosofía . 
........................................................
Un paseo por el humanismo italiano:

El extraordinario desarrollo de los estudios sobre aspectos y autores del Humanismo, el análisis de sus motivaciones más íntimas y de los hilos que las unen, llevados a cabo con encomiable perspicacia en particular por las "escuelas" de Eugenio Garin y Cesare Vasoli, no parecen haber logrado vencer las reservas, la desconfianza y la incomprensión, cuando no la crítica abierta, hacia él por parte de la filosofía contemporánea. Sin duda, esto se deriva también de la forma en que una gran historiografía filosófica ha abordado en el pasado el problema del Humanismo, acabando siempre, o casi siempre, por considerarlo en función de su propia posición teórica, como un momento, tal vez inevitable, o un presupuesto, de la maduración de esta última. Esta perspectiva, por así decirlo "teleológica", prevalece tanto en los estudios, por decisivos que sean, de Giovanni Gentile, que la interpreta como praefatio del inmanentismo idealista, como en los de Cassirer, en las que domina la figura de Cusano y toda otra posición se juzga con el rasero de su pensamiento, pues éste no se limitaría a la certeza intuitiva de que al alma le es dada la posibilidad de un conocimiento infinito, sino que ya el simbolismo matemático que informa toda su obra indicaría la expresión precisa que esta certeza está "destinada" a asumir en los "siglos de las ciencias exactas y de la filosofía sistemática ".Y si se considera que la filosofía de la época es la de Cusano, no pueden sino surgir serias dudas sobre la coherencia filosófica de sus otros protagonistas: Pico Della Miradolla, por ejemplo, llega ciertamente a definir "la verdadera y auténtica humanitas no con ayuda de la filología, sino de la filosofía ", pero su concepción de las matemáticas sigue siendo "mágica" y la concatenación entre los distintos componentes de su pensamiento, irresuelta. ¿Podremos, por tanto, contarlo plenamente entre los filósofos "e incluirlo en la evolución espiritual de la filosofía "? El beneficio de la duda ni siquiera existe para Ficino: en él, el contraste entre fe y ciencia (filosofía) se expresaría de forma muy clara, sin que disponga de ninguna vía especulativa para resolverlo; tendríamos que suponer, pues, que su platonismo se contenta con una pia quaedam philosophia , que la filosofía, al fin y al cabo, no es. Por otra parte, incluso algunos de los historiadores culturales más importantes del humanismo en general han declarado su vaciedad teórica; basta con citar a Kristeller: la mayoría de las obras de los humanistas "no tienen nada que ver con la filosofía ni siquiera en el sentido más vago posible del término". Así, para Ernst Robert Curtius, que también proporcionó con La literatura europea y la Edad Media latina (1948) una genealogía indispensable del Humanismo, la tradición de la que éste surgió es exclusivamente la de los estudios de gramática, retórica, historia, poesía; la filosofía casi no tiene parte en ella. La tendencia fundamental, que procede esencialmente de Burckhardt, sigue siendo la de concebir el Humanismo bajo el signo exclusivo del arte, del renacimiento de las artes, según el esquema de Vasari, de la "fe en la belleza", como dice Burdach, o de la afirmación del individuo como poietes, potencia formadora, creadora, tectónica. Pero, ¿podría este gran arte haber surgido sin una filosofía implícita del arte? ¿Y no podría una concepción poiética del hacer humano conllevar, o incluso imponer, una antropología filosófica? ¿Y qué valor puede atribuirse a esos studia humanitatis? ¿Una mera ampliación de la perspectiva histórica, una formidable adquisición de nuevos conocimientos y nuevas herramientas hermenéuticas? ¿La educación del vir bonus dicendi peritus, y eso es todo? Es decir, ignorando la complejidad de la expresión de Quintiliano, según la cual el orador no sólo debe entenderse como "optima sentientem, optimeque dicentem", sino también mostrarse capaz de conducir a los hombres a la civilitas con su saber elocuente. De Salutati a Palmieri, pasando por Alberti en De iciarchia, el Humanismo traduce el politikos aristotélico por vir civilis. Esencialmente retórico político, por tanto civilis sapientia, y también tendencialmente republicano (armado con gladius y escudo como aparece en el azulejo de Pisano sobre el campanario de Giotto), por tanto suyo, siguiendo una línea que va desde el "ciceronismo" de las Comunas hasta el propio Vico. ¿Y cómo, de nuevo, no percibir también en esa misma expresión el problema de la conexión entre la filología y la filosofia? Ignorarlo, o subestimar su peso, es empobrecer hasta el extremo el sentido de la propia filología humanista. Lo que, por otra parte, ocurrió en algunos de los más importantes maestros de la filología clásica entre los siglos XIX y XX.
"No hay nadie que no se sienta encantado por la exuberante alegría de vivir y la deslumbrante variedad de colores del siglo XV", pero para la historia de la filología sus estudiosos "sólo tienen interés como descubridores y divulgadores de escritores antiguos"; quizá con la única excepción de Lorenzo Valla, los humanistas "no eran filólogos en absoluto, sino exclusivamente hombres de letras, publicistas, profesores ". Si tantos filósofos contemporáneos no buscan en el humanismo más que un primer vestigio de su propia filosofía, los Wilamowitz se hacen eco de ellos reduciéndolo "al servicio" de su propia filología. Los primeros no parecen comprender que la filosofía peculiar del Humanismo consiste, ante todo, en el valor y el significado atribuidos al término filología (perspectiva hermenéutica que también percibe Gentile); los segundos no comprenden la naturaleza filosófica intrínseca del amor-estudio por el logos, en su acepción más compleja, que anima a todos los protagonistas de la época. La incomprensión de los filólogos desempeña, sin embargo, un papel decisivo para explicar la extrema dificultad que encuentra la filosofía contemporánea a la hora de abordar el pensamiento del Humanismo. El nuevo Humanismus, desde August Böckh hasta los discípulos y sucesores de Wilamowitz, gracias a la potencia de su investigación y a la auctoritas cultural, espiritual y política que supo ganarse en la época guillermina, acabó casi inevitablemente por imponer su propio punto de vista y sus propios valores en la consideración de la cultura del Humanismo en su conjunto. La crítica del nuevo Humanismus, y quizá aún más su fracaso histórico, acabó adquiriendo así el carácter de una crítica del Humanismo en general. Es bien sabido que el Humanismus de la gran filología alemana de principios de siglo desempeñó un papel decisivo en la batalla cultural en torno a las ideas de Zivilisation y Kultur. Es imposible entender el clima político de la Alemania guillermina al margen de la misión educativa general que pretendía representar. El planteamiento rigurosamente historicista se fusionó, en una personalidad de "gran formato" como Wilamowitz, con la idea de un finalismo de la voluntad (que anulaba, precisamente por recordarlo, la de Schopenhauer) encaminado a la realización de una forma de vida opuesta a la Nervenleben metropolitana, al individualismo y al relativismo de la Zivilisation, y capaz de actualizar plásticamente, en lo contemporáneo, el sentido de la paideia clásica. Se trataba de un programa que se inspiraba en fuentes diversas e incluso contradictorias, del Viaje a Italia de Goethe y de Schiller, de la Romantik y del mítico fundador de la Universidad de Berlín, Karl Wilhelm von Humboldt, un programa que, no obstante, mantenía a Hellas ("la mejor patria", la llamaba Humboldt) como su arché. El logos griego se convirtió así en la norma, en la idea reguladora de la nueva Bildung. Una humanidad "completa" sólo podía surgir de su estudio, del amor por él. Comunicarlo, enseñarlo científicamente, según los métodos de la filología y de la investigación histórica, no debía considerarse como el ejercicio de una profesión, por noble que fuera, sino realmente como un servicio religioso, dirigido a toda la comunidad y no sólo a los eruditos. Era deber de estos últimos hacer comprender a la gente, en la crisis del presente, que volver a conectar con Grecia es el único medio de que disponemos para preservar nuestra civilización. "Platón en griego, Goethe en alemán, Pablo en religión templarán el espíritu de nuestra juventud, haciéndola inmune a las enfermedades del presente", proclamó Wilamowitz. Una "necesidad del espíritu", por tanto, para concebir la cultura clásica como una Sinnstiftung fundamental, un fundamento de sentido para la crisis de la civilización europea. Las palabras con las que Werner Jaeger despide la primera edición de la memorable Paideia. La formación del hombre griego, en octubre de 1933, resumen, a la luz espectral de la tragedia ya irreversible de Alemania y Europa, el sentido de los orígenes y el dramático desarrollo del Humanismus . Al tiempo que se oponía a toda tendencia vitalista-irracionalista, y por tanto polemizaba con la "filología" del George-Kreis, había reivindicado para la seriedad científica de sus investigaciones la capacidad de llegar a una Vollbild, una representación completa del hombre "clásico", capaz de servir de paradigma, modelo o idea-guía para la Bildung o Formung no sólo del individuo, sino de toda la comunidad. El problema de lo clásico coincide aquí con el de la formación de una Gemeinschaft orgánica, en oposición al carácter abstracto e informe de la Gesellschaft contemporánea.
Entre la guerra y el final de la República, este ideal murió; la desintegración del ethos social que era su presupuesto, el abismo entre su helenocentrismo y la prepotente afirmación de las mitologías "góticas" (la expresión es de Pasquali), desbordaron el sentido global del Humanismus y pusieron de manifiesto sus contradicciones y sus limitaciones filosóficas. Y será "el destino" que éstas acaben atribuyéndose, de forma más o menos acrítica, al propio Humanismo histórico. Por otra parte, el desmoronamiento de esa idea de civilización que el Humanismus había intentado remodelar ya podía verse en la obra de otro "filólogo", sólo unos años mayor que Wilamowitz, Nietzsche. Se ha hecho tanto hincapié en la famosa polémica de la época de la publicación de "El nacimiento de la tragedia", que hemos olvidado la formación común de las dos personalidades y algunos rasgos profundamente afines de su idea de la filología. Wilamowitz no es un mero erudito "clasicista", ni su interpretación de la cultura clásica refleja una metodología puramente historicista. Su "Ellas" procede de la lucha de Goethe por 'domar' el pathos wertheriano, de la nostalgia por la 'patria' helénica del Hiperión hölderliniano y del primer idealismo, tanto como de la ciencia filológica de los Böckh. Para él, el conocimiento de la glosa está íntegramente al servicio de la comprensión del logos, y este lenguaje se encarna, toma voz en las grandes obras del arte y la filosofía. La filología está llamada a interpretar su significado en toda la variedad de formas que lo expresan. Basta pensar en la primera obra fundamental de Wilamowitz, el comentario a Heracles de Eurípides (1889), en el que la crítica textual, la mitología, la historia política, la historia de la religión y la historia literaria se integran en el deseo de representar, incluso con respecto a un solo texto, la universalidad, la Vollbild de una civilización. Si la ciencia perdiera esta orientación, se reduciría a una erudición ociosa y perdería el carácter de conocimiento. Conocer es renacer en lo conocido y, por tanto, volver a formarlo en el presente, presentarlo al presente como la forma posible de su propio futuro. ¿Acaso el "Nosotros, los filólogos" de Nietzsche pretendía afirmar, en la misma época, ideas tan distantes y disonantes de éstas? No lo parece. También para Nietzsche, la filología sólo tiene sentido si está impulsada por el afán de "revivir las obras antiguas según su alma"; y añade: "sólo por el hecho de que les damos nuestra alma siguen pudiendo vivir: sólo nuestra sangre hace que nos hablen" (Humano demasiado humano, II, 126). Con nuestra Herzblut, con la sangre de nuestro corazón, repetirá Wilamowitz en sus Memorias tardías -¡sin saber que está citando tanto a Nietzsche como a Aby Warburg! Sólo así se puede esperar estar a la altura de la obra antigua, y alcanzar esa altura es el verdadero objetivo último de su estudio. El método de dicho estudio también puede diferir radicalmente, no así su fin. Para Wilamowitz, la de Nietzsche no es filología, y sin embargo expresa su ideal exactamente como lo habría hecho Nietzsche. Similar es la idea de la filología al servicio de una interpretación integral, similar es la convicción de que el estudio de la antigüedad tiene un valor "educativo" insustituible. Pero, sobre todo, similar es el deseo de revivir la obra clásica, su eterna vitalidad en la lucha contra la ausencia de forma, de medida, la semibárbara Maßlose contemporánea. Ciertamente, la "filología" de Nietzsche, tras el wagnerismo (supuestamente) juvenil (el Wagner nunca amado por Wilamowitz) y más allá del pathos del Nacimiento, expresa un temprano desencanto con el resultado de esa lucha. El humanismo pertenece al ocaso de la civilización que tiene su origen en Grecia, y su ocaso debe ser "dado lugar" para que el Otro Mundo pueda siquiera ser pensado. Sin embargo, es esencial comprender cómo la insalvable diferencia filosófica entre ambas perspectivas tiene también un fundamento filológico. Entienden la tragedia en clave opuesta, pero la tragedia es precisamente la forma de la que dependen, para ambos, el sentido y el destino de la Antigüedad y, al mismo tiempo, de la ciencia que debe ocuparse de ella ante la crisis de la civilización europea. Para el Humanismus, la tragedia entra "armoniosamente" en la idea clásica de paideia; el suyo es el Dioniso de la polis, pacificado en el seno de la comunidad, que parece haber olvidado la tremenda amenaza o haberse engañado a sí misma creyendo que la ha superado para siempre. Un Dioniso al que Platón (Platón el educador, como titula Stenzel su famoso libro de 1928) ha curado de toda desorientación.
La centralidad de la idea de katastrophé, el desacuerdo entre eleos y phobos, la propia equivocidad de estos términos, o su intraducibilidad, sobre la que Lessing ya había insistido tanto, y que entre ellos y la idea, igualmente difícil de descifrar, de catarsis, son elementos que el orthos logos de la ciencia wilamowitziana tiende constitutivamente a eliminar. 
De ellos, el filólogo "clasicista" pretende poseer la "traducción" exacta. Por el contrario, una verdadera 'filología' nietzscheana exige considerar precisamente esta complejidad como la esencia de la tragedia -una esencia que, a su vez, sólo puede ser comprendida por una filosofía de lo trágico. El gran Humanismus del cambio de siglo, en cambio, no concibe esta conexión como el requisito previo de toda filología viva. La imagen del hombre que configura su ciencia no es trágica y, por tanto, tampoco puede lograr expresar el carácter trágico de la crisis actual. Entonces se verá obligada a combatirla sólo en términos conservadores o reaccionarios, es decir, impotentemente. Ocurre así que la crítica de quienes, desandando los hilos que conducen del idealismo a la catástrofe europea y, enlazando de nuevo con Nietzsche, analizan las razones del fracaso de aquella idea de Kultur, acaba implicando al propio Humanismo. Sobre él se proyectan el espíritu conservador, la visión esencialmente antitrágica, el ideal de una paideia totalizadora-armónica, que constituían el alma y el anhelo del Humanismus. Que "la concordancia" entre las dos épocas pueda ser parcial, reductora o, en cierto modo, inexistente, que la relación entre filosofía y filología pueda delinearse, al menos en algunos autores, de manera profundamente diferente en el Humanismus que en el Humanismo, son consideraciones que ni siquiera parecen tocar, por ejemplo, ni las Consideraciones de un impolítico de Mann (donde se condena el "esteticismo" renacentista y se considera "humanista" al "literato de la Zivilisation") ni la famosa Carta sobre el humanismo de Heidegger . Para él, el problema del Humanismo es exactamente el que atormenta a los grandes filólogos de sus contemporáneos, todos nacidos contra Nietzsche: cómo "salvar" al hombre en el centro, al sujeto capaz de poner en forma su propia voluntad y de ordenar todo ser a su propio servicio. Más precisamente, Heidegger, según una perspectiva que más tarde se entrelazaría, e incluso confundiría, con la perspectiva estructuralista del 'fin del hombre', une Humanismus y Humanismo como concepción del lenguaje como instrumento de la voluntad de poder, a partir del -ismo que caracterizaría a ambos, y que, una vez más, fijaría la dignitas del hombre como 'título' de su dominio sobre el ser, anulando la finitud y la temporalidad del ser. Tal filología ni siquiera llega, para Heidegger, a plantear el problema de la esencia del lenguaje como guardián del ser, reduciéndolo a un medio, un instrumento, un factor de la Gestell, del sistema técnico-científico. Filología, en este sentido, nada filosófica. A las reservas y críticas de quienes no reconocen la pertinencia filosófica del Humanismo (y sólo un valor filológico parcial) se suman por tanto las, específicamente teóricas, de quienes, al asociarlo esencialmente a la idea de Kultur, buque insignia del Humanismo contemporáneo, impugnan su filosofía del lenguaje pilar, sin embargo, de los momentos, más elevados de su pensamiento. La capacidad de resistencia de esta crítica está quizá aún por probar radicalmente.
Y es que a pesar del reducido tiempo que tenemos de vida, a pesar de que en el fondo todos seremos reducidos a nada, a pesar de que nuestro cuerpo y consciencia se verán pulverizadas de un momento a otro, a pesar de ello, y como alguna vez leí de Nicolás Gómez Dávila, «vale la pena construir nuestras moradas, así sean moradas de una noche». O como dicta el fragmento reiteradamente citado por Nietzsche de un famoso poema medieval —y posteriormente citado por Heidegger— : «Apenas un hombre viene a la vida ya es bastante viejo para morir».

Let's be careful out there 

martes, 28 de noviembre de 2023

Más que una galleta

[...]Jazzing around takes a special genius, in which the ability to plan plays hardly any part. It requires inexhaustible imagination . . . and the taste to know when the magic isn’t quite good enough[...]
John Gardner, The art of fiction.

[...]Para hacer jazz hace falta un genio especial, en el que la capacidad de planificación apenas juega ningún papel. Requiere una imaginación inagotable... y el gusto de saber cuándo la magia no es lo suficientemente buena[...]
John Gardner, El arte de la ficción 

Como en la mejor sátira, nadie en “Oreo” está a salvo; nadie se salva.  A veces el humor es bajo a veces, escatológico y simplemente estúpido otras el humor es elevado: juegos de palabras sofisticados y clichés invertidos. La obra de Ross es difícil de vender en cualquier lugar. Su texto es un texto posmoderno; es un texto extraño; es una obra de sátira negra; es una obra de alta comedia feminista; es un texto post-alma. Pero al mismo tiempo es una novela multifacética y multilingüe, lo que la convierte en una presencia incómoda en el panorama de la ficción estadounidense, donde la literatura “étnica” puede colocarse en quioscos al lado de perritos calientes y consumirse con la misma facilidad. En Oreo, Fran Ross toma como base el relato mítico de Teseo. Pero imaginemos que es al contrario, que el relato mítico de Teseo se escribe basándose en la novela de Ross. Publicada en 1978 Oreo parece muchísimo más contemporánea que la mayoría de la narrativa que se publica hoy en día (anclada en el siglo XIX, con lectores más decimonónicos que sus autores, si eso es posible). Se podría decir que Oreo es una novela atemporal (por su contundente modernidad) y por tanto, fuera del tiempo, se podría especular sobre la influencia que tuvo sobre los constructores del mito de Teseo. Así el laberinto sería el metro de Mannhatan y el abandono de Ariadna, uno de los episodios más vergonzosos relacionados con Teseo, una isleta para peatones en medio de una calle de New York. 
"Oreo” se resiste a las convenciones no escritas que todavía existen para las novelas escritas por mujeres negras. No hay nada redentor en el trabajo de Ross. El título no hace referencia a la Biblia ni al blues. La obra no se refiere a la esclavitud. El personaje nunca es violado, ni sexualmente ni de otro modo. Los personajes no son del Sur. Oreo es sinceramente irónico, hilarante, inteligente y a veces impenetrable. La madre de Oreo está prácticamente ausente. Deja a Oreo y a su dulce y excéntrico hermano con sus abuelos para poder salir de gira. Les escribe a los niños cartas sensibleras y poco sinceras desde diferentes lugares. Oreo responde con letras escritas al revés. Cuando la sostenían frente a un espejo, sus palabras decían "déjate de tonterías, mamá". Su madre hace precisamente eso y comienza a ser sincera con su hija. Explica en una carta por qué las mujeres están oprimidas. Después de un elaborado análisis teórico, concluye: "He podido sintetizar estas consideraciones en una formulación ineludible: los hombres pueden dejar boquiabiertos a las mujeres". En la misma carta, su madre destroza el estereotipo de la matriarca negra: “No hay cerdo machista mejor que un cerdo machista negro”.
Libérrima en su concepción, Oreo se ríe del relato mítico y de todos sus episodios. Teseo, por la incoherencia de su relato, su concepción como un trasunto fallido de Heracles y, en general, como una construcción de conveniencia realizada con torpeza por conquistadores un tanto obtusos y obsesionados con eliminar las tradiciones matrilineales, es un héroe fallido. Recordemos que Teseo fue rey de Atenas, ciudad protegida por Atenea por encima de Poseidón, presunto padre de Teseo. Resulta pues un torpe intento político para justificar el dominio patriarcal sobre los antiguos asentamientos matriarcales cuyos cultos pervivían. Teseo y sus actos son propaganda.Estéticamente, “Oreo” tiene todas las características de una novela posmoderna en su evitación de la profundidad y su espíritu absolutamente lúdico. No saca conclusiones y la búsqueda no conduce a grandes recompensas reveladoras. El padre y su secreto sobre su nacimiento constituyen, al final –y sin revelar nada– la parodia feminista del mito patriarcal más absurda que uno podría esperar encontrar. En todo momento, la novela abraza la ambigüedad. Su trama basada en misiones se desvía mediante juegos de palabras y metarreferencias a sí mismo. En muchos sentidos, es una novela más en la línela estilística y estética de Thomas Pynchon o Kurt Vonnegut que  del estilo formal de Ntozake Shange, por nombrar otra escritora negra de la época de Ross.
Oreo nunca se convierte en un personaje completamente creíble, y esto parece apropiado para el espíritu de la obra. La novela no busca el realismo; Ross no intenta construir una narrativa fluida basada en la trama o un personaje principal tridimensional comprensivo. Siempre somos conscientes de Oreo como construcción y de su historia como construcción. Juegos de palabras, juegos de palabras, riffs de comedia, menús, gráficos, tangentes: el viaje para encontrar al padre es solo una oportunidad para que Ross deambule a través de su imaginación libre y malvada, y nos impulse hacia una hiperconciencia de lenguaje mismo. Del brillo que destila el texto no es poca la culpa de su traductor, un José Luis Amores en estado de gracia inventiva y sintáctica.
Oreo, Christine Schwartz, sin embargo y a pesar de todos los inconvenientes sociales y religiosos, es una auténtica y genuina heroína de nuestros tiempos. Su odisea en busca de su padre excede y supera la de Teseo, devolviendo al lado femenino lo genuino del mito, demostrando la insulsez y lo engañoso del relato clásico y, lo que quizás sea más importante para este lugar y aunque nadie lo pidió, construido con belleza, coherencia y modernidad narrativa.  
"Oreo" es una perla literaria rescatada del imperdonable olvido, un banquete literario para quienes amamos la literatura; otro acierto más de la editorial malagueña " Palido fuego ". También Oreo son dos elegantes tapas de chocolate negro muy oscuro aplastando una blandengue crema blanca. Dejémoslo ahí.

Let's be careful out there 



domingo, 26 de noviembre de 2023

Días entre estaciones

Entre una y otra tina, ¿quién ha entendido nada? Entre la cuna y el ataúd, tan sólo palabras vanas.
Kobayasi Nobuyuki

En lo que The Guardian calificó recientemente como uno de los mejores debuts literarios de la historia, un triángulo amoroso se cruza con una obra maestra cinematográfica perdida y un clima tan turbulento como el corazón. Las historias de vida convergen y se separan en Days Between Stations, la abrasadora primera novela de Steve Erickson. En el centro está la tumultuosa unión entre Jason y Lauren, quienes se enamoran cuando eran jóvenes en Kansas y luego se mudan a San Francisco. Jason, un ciclista que se entrena para los Juegos Olímpicos, suele estar en el extranjero y ser infiel; Lauren, a su vez, encuentra consuelo en Michel, el director de un club nocturno que intenta reconectarse con su pasado. El viaje de Michel conduce a La muerte de Marat , una obra maestra perdida recuperada del cine mudo dirigida por su abuelo, cuya extraordinaria vida incluye haber crecido como un gemelo huérfano en un burdel parisino. En un mundo moldeado por la sensualidad y el trauma, donde las tormentas de arena invaden Los Ángeles, el Sena se congela, los ciclistas desaparecen en Venecia y las relaciones se deforman por la amnesia, el caos geológico y la agitación personal, cada uno de los cuales refleja desgarradoramente al otro. En un mundo de cataclismo y tiempo desenredado, el rostro de una mujer joven, una infancia descarriada en un burdel parisino y el fragmento de una obra maestra de una película perdida son las únicas pistas en la búsqueda de un hombre de su pasado. Ese viaje lo lleva desde Los Ángeles donde las autopistas están enterradas en arena a una Europa donde el Sena está congelado, los ciclistas corren por los canales vacíos de Venecia y los secretos prohibidos se intercalan como los fotogramas de una película. 
La prosa de Steve Erickson no resulta fácil de leer; alejado de estereotipos y oportunismos concibe el gesto creativo  como fundamento y como ruptura, simultáneamente. Su rigor dramático no especula con el atrevimiento ni en la estructura ni en la forma, y consigue arrastrasnos a la mente de sus personajes con la fascinación de los bolígrafos Pelikan nuevos, el brillo seductor de los rotuladores Staedler, o la promesa de color de las ceras Manley sin estrenar, y aunque sin alcanzar el  perfecto afilado de un lápiz blackwing 602, ni el increíble perfume de las gomas Milan «de nata», que no es de este mundo, nos fija al dulce, al acre, al embriagador olor del papel impreso. Otra exquisitez de la editorial malagueña "Pálido fuego" con José Luis Albares al frente de la misma, que  además firma la traducción tanto de esta novela como de la también imperdible Zeroville. 
.........................................................
He woke nine years later remembering nothing. Not his name, nor what he was doing in a room in Paris, nor whatever it was that had occurred before he went to sleep that blotted out his identity. That was what it was, the obliteration of self-sense more than of mere memory; it wasn’t so much that he couldn’t remember, but rather as though it was gone, his life before that morning. He lay there quite a while looking around the room, his eyes traveling the ceiling to the corners, and listening to the traffic outside. Water dripped in the sink. The walls were pale and unadorned. There was a book by the side of the bed, Les grands auteurs du cinema. He finally stumbled to the window and looked onto the street below.[...]  Because he was not equipped for rage, he wore the patch; he realized the things it made him see weren’t really there, but he also realized that those things had been there once, that this eyepatch provided him glimpses into his own past. So he kept the patch because, branded faceless by something that had happened to him before he woke in Paris, he decided he should be faceless on his own terms, not until he remembered who he was but until he knew who he was, whether he remembered anything or not.

Despertó nueve años después sin recordar nada. Ni su nombre, ni lo que hacía en una habitación de París, ni lo que fuera que hubiera ocurrido antes de dormirse que borrara su identidad. Eso era lo que era, la obliteración del sentido propio más que del mero recuerdo; no era tanto que no pudiera recordar, sino más bien como si hubiera desaparecido su vida anterior a aquella mañana. Permaneció tumbado un buen rato mirando alrededor de la habitación, sus ojos recorriendo el techo hasta las esquinas, y escuchando el tráfico del exterior. El agua goteaba en el lavabo. Las paredes eran pálidas y sin adornos. Había un libro al lado de la cama, Les grands auteurs du cinema. Finalmente, tropezó con la ventana y miró a la calle de abajo.[...] Como no estaba preparado para la rabia, se puso el parche; se dio cuenta de que las cosas que le hacía ver no estaban realmente ahí, pero también se dio cuenta de que esas cosas habían estado ahí alguna vez, de que ese parche le proporcionaba atisbos de su propio pasado. Así que guardó el parche porque, tachado de sin rostro por algo que le había ocurrido antes de despertar en París, decidió que debía ser sin rostro en sus propios términos, no hasta que recordara quién era sino hasta que supiera quién era, tanto si recordaba algo como si no.





Lets be careful out there 

sábado, 25 de noviembre de 2023

Momentos extáticos pero sin duración

¿Por qué  las japonesas no tienen culo, o mejor dicho: por qué tienen el culo plano, y mi japonesa no?


Allá por el año 1955 John F. Kennedy escribió un libro que comenzaba: «This is a book about that most admirable of human virtues: courage» (Profiles in courage), lo cual fue un leitmotiv de su vida con el que yo sintonizo al 100%. Y lo hago porque forma parte de mi caracter detestar la queja y el victimismo, y porque estoy convencido de que para aspirar a vivir una vida buena es preciso extirpar toda índole de miedo. Ir por la vida sin miedo. Sin absolutizar siquiera ese proyecto. Sin absolutizar nada. Lo que Salvador Pániker llamaba «filosofía de la finitud». Y del margen. El arte de navegar la contradictoria espontaneidad, y digo contradictoria, porque la espontaneidad nunca puede ser premeditada. 
Tengo ya edad para ser un poco libre. Algunas ventajas, muy pocas, la verdad sea dicha, tiene hacerse viejo, decidir con quién y dónde no quieres estar nunca, esquinar a los imbéciles que (controlan que a su alrededor todo esté perfecta y verdaderamente muerto de formas diversas, que esto sí lo permiten : duplicar lo llamado real, un nihilismo homogenizado  y un aburrido sexo pret- à - porter pleno de recuentos incontables), disfrutar del placer de ver con claridad pese al avance irrefrenable de la miopía, y a defender a sangre y fuego una verdadera y total ligereza vital porque también la levedad como todo lo valioso , tiene un peso, y un precio. En resumidas cuentas, seguir apostando hasta el final por continuar jugando en el rechazo de una vitalidad de papel de seda, melaza sentimental compartida por inclusivos, resilientes, ecologistas trans, criminales amnistiados y demás mugrienta chusma en busca de subvenciones y prebendas, consciente de que el verdadero vitalismo no está protegido y de que la emboscadura conlleva riesgos. 
............................................................
Y llegó el tiempo en el que los hombres inventaron la lucidez, la virtud más fría de entre todas las virtudes frías. Dicen que fue antaño, y que ocurrió en Grecia — y que fue una estirpe de hombres impíos quienes la descubrieron. Llegamos a imaginárnoslos, a veces, pero tan pronto su rostro ambiguo nos es íntimamente familiar como terrible y extraño. Conocemos algunos de sus nombres, los de aquellos de quienes los poetas dieron memoria, como de una verdad que debía rescatarse para siempre del olvido. Conocemos también algunos de sus gestos: como el de Edipo ante la Esfinge... O las arrogantes palabras con las que Áyax desafía la tercería divina en favor de Troya: «¡Padre Zeus! Libra de la espesa niebla a los aqueos, serena el cielo, concede que nuestros ojos vean y entonces destrúyenos en la luz, si así te place». Palabras como éstas han resonado hasta hoy como emblema de nobleza de una tarea inagotable: ver. Y sí, alcanzar a ver, más lejos, más nítidamente, es una empresa que acarrea siempre consigo la posibilidad de ser destruido en la luz o por la luz: una jugada fatal baila sin cesar en su interior, cuando se agita el cubilete de los datos — es sabido. Y sin embargo, voces que nacieron en Grecia no han dejado de susurrarnos al oído que no hay cometido más noble en el que pueda empeñar su vida un ser humano: que ninguna otra virtud requiere más coraje, ni promete una mayor desolación. Pero lo que saben los humanos es sólo aquello que han sido capaz de ver.

Let's be careful out there 

jueves, 23 de noviembre de 2023

Aristocracia holandesa

Leyendo el libro del mundo

Por Cees Nooteboom

En el ahora en que escribo estas palabras, veo delante de mi ventana la pequeña rama de nogal que corté frente a esta aislada casa alemana en la que resido. Nunca me había fijado yo mucho en los nogales —a pesar de que mi nombre, Nooteboom, que en español significa «nogal», hubiera sido razón suficiente para ello—, y, por consiguiente, nunca había reparado en la belleza de las formas de sus hojas. Hace unos días coloqué esa elegante ramita delante de mi ventana por la que veo una hiedra exuberante, detrás de esta unos árboles altos, después un campo que el tractor del vecino recorre de un lado a otro, al fondo un bosque y más allá, en lontananza, los Alpes, pues esta casa está ubicada en un lugar apartado, en una zona rural de Baden Württemberg, que es uno de los estados de Alemania, como bien saben ustedes. Los discursos poseen siempre un entonces y un ahora, el entonces de la escritura y el ahora, es decir, ahora mismo, en que toca pronunciarlos. De ser así, me encuentro, en este momento, delante de ustedes en Formentor, el lugar que da nombre al premio que hoy recibo. Es posible que escuchen ustedes una leve vacilación en mi voz, porque el tiempo en el que vivimos es un tiempo incierto en que las cosas que damos por sentadas no siempre son seguras. Escribo estas palabras el último día del mes de mayo. Tal como están las cosas ahora, existe aún la posibilidad de que el virus que actualmente domina el mundo nos juegue una mala pasada, y, en tal caso, no estoy hoy, el 18 de septiembre, aquí en Palma de Mallorca delante de ustedes, sino en otro lugar, donde ustedes no están, lo cual sería de lamentar. La isla en la que se encuentra Formentor es vecina de mi isla, Menorca, que no es mía, por supuesto, aunque yo diga «mi» isla, pero sí es el lugar donde he escrito gran parte de mis libros y poemas en los últimos cincuenta años. De modo que el premio que recibo es para mí, en cierto sentido, como llegar a casa, con lo que no quiero decir que se me haya otorgado por esta razón, claro está, si bien estoy convencido de que la isla más pequeña ha sido una inspiración esencial para mi obra a lo largo de todos esos años.
Algunos días del año, en Menorca, cuando desde mi pueblo de San Luis me dirijo hacia el oeste en dirección a Ciudadela, avisto la forma de Mallorca, una atractiva figura geológica, ligeramente curva, que parece flotar sobre el mar, como una tentación. El viaje en barco de Ciudadela a Alcudia dura tres horas, un trayecto que he realizado con cierta frecuencia, pero mientras lo hacía nunca pensé en el Premio Formentor, hasta ahora, ahora que quiero expresar mi agradecimiento por este gran honor. A principios de la década de los sesenta, dos de los escritores que yo más admiraba, sin comprenderlos del todo, el irlandés Beckett y el argentino Borges, recibieron este mismo premio… Borges, el vidente ciego, se convirtió con el paso del tiempo en una figura mitológica, como la propia literatura, una constante fuente de inspiración, un ejemplo de erudición y de la posibilidad de jugar de una manera superior con todo lo que uno ha leído.
¿Cuándo se convierte uno en escritor? ¿Es gracias a la lectura o gracias a la vida? ¿O es por una combinación accidental o, por el contrario, intencionada de ambas? En el seminario donde cursé el bachillerato clásico yo no había leído ni a Borges ni a Beckett. ¿Influye la forma en la que discurre tu vida en la manera en que buscas tu camino en la literatura? Tenía yo suficientes razones para preguntarme esto, porque, al igual que muchos de mis contemporáneos nacidos antes de la guerra (soy del 33) que aún vivieron, de forma más o menos consciente, suficientes años de aquella época como para haber sido tocados por ella definitivamente, aquella guerra, sin que yo me diera cuenta entonces, se convirtió también para mí en una fuerza nada desdeñable que afectaría mi vida y, por lo tanto, mi escritura, a causa del inevitable caos que la acompaña. Mis padres se divorciaron en el último año de la guerra. Debido al hambre que azotaba a La Haya en aquel mismo año de 1944, mi padre, que moriría en un bombardeo de aviones británicos dos meses después, me había enviado con mi madre fuera de la ciudad, porque ahí todavía había algo de comer. Nuestra casa en La Haya sería destruida en este mismo bombardeo; todavía conservo en mi retina la imagen de aquel irreconocible montón de piedras.
Mi madre se volvió a casar en 1948 con un hombre extremadamente católico, por lo que me internaron en un seminario de franciscanos, y después, una vez que me echaron de ahí, en uno de la orden de Agustinos, y la palabra «orden» me la tomo aquí literalmente como la antítesis de «caos». Esto supuso un nuevo giro en mi biografía. En mi libro sobre Venecia, en el que comento una pintura de Carpaccio que representa a san Agustín como un escritor con la pluma levantada, es decir, en el momento de la inspiración, sostuve que él fue el mejor escritor entre los santos y el más santo entre los escritores. Así que no podría haber tenido yo mejor suerte, a pesar de que el amor entre los agustinos y yo no fuera perfecto y me expulsaran también de ahí, pero, con todo, estoy convencido de que la palabra Orden —ordinis Sancti Augustini— está bien elegida: por primera vez hubo orden en mi vida, tal vez gracias a los frailes, pero en especial gracias al horario estricto que impera en un seminario, y, con toda seguridad, gracias a los clásicos que allí me enseñaron y que ejercerían una influencia duradera en mi obra, que a partir de aquel momento, por el orden benéfico y por el caos que yo mismo me creé, se caracterizaría por una continua existencia nómada. Yo no podía imaginarme en una universidad, mi universidad sería el mundo. No creo que por aquel entonces ya quisiera ser escritor. Tanto el orden como el caos se convirtieron en parte de mi vida: el caos de estar siempre en camino unido a la necesidad de escribir sobre ese estar en camino, y mi obsesiva y tenaz curiosidad gracias a la cual aprendía idiomas mientras viajaba, a lo que contribuyó la base que había adquirido en los pocos años que había estudiado griego y latín y tres idiomas modernos en el seminario.
En septiembre del año pasado obtuve un doctorado honoris causa en Londres y a los estudiantes les expliqué, con un placer un poco perverso, aunque no fuera esta mi intención, que además de la universidad, existen formas ilegales de aprender o de adquirir los signos externos de erudición; pero aquí habla, claro está, el autodidacta, por no hablar de mi carrera de banquero, que inicié al irme de casa a los diecisiete años y que consistió en trabajar un par de años como joven empleado en un banco. Todo aquello no me aportó ninguna novela sugerente sobre la banca, pero sí me sirvió de algo. Y es que, algunas veces, cuando me permitían llevar dinero en bicicleta a unas ancianas de alta alcurnia, yo aprovechaba para hacer un gran desvío por un bosque donde me detenía junto un arroyo para, sí, ¿para qué? Para pensar, y a veces pienso que mi escritura comenzó en aquel lugar, sin poner una palabra sobre el papel. Me sentaba allí y pensaba, una forma de absentismo y de clandestinidad que ahora sé que es parte integral de la escritura.
Pensaba en lo que realmente quería y en lo que había leído. Lo que me había quedado del poco tiempo que cursé la escuela secundaria era la avidez por leer libros, y cuando hoy vuelvo a mirar mis antiguos libros y las fechas que anotaba fielmente en ellos, me sorprende encontrar no solo a Sartre y a Faulkner o a los clásicos que estudié en el seminario, como Ovidio y Homero, sino también a unos cuantos escritores holandeses de los que ustedes desafortunadamente nunca habrán oído hablar, porque el neerlandés es un lenguaje secreto en el que hay que haber nacido para poder descubrir los tesoros ocultos de nuestra literatura.
En mi casa no se leía, al menos no aquellos libros que fascinan a quien más tarde será escritor. ¿Cómo funcionan esas cosas? Saltas de un libro a otro, algunos escritores no dejan de cautivarte a lo largo de toda la vida; tal vez no los comprendiste del todo cuando los leíste por primera vez y, para según qué libros, tuviste que aprender a captar los matices del idioma extranjero. Es una escuela dura en la que uno mismo hace de alumno y de profesor, una escuela que te acompañará toda la vida con descubrimientos siempre nuevos. Por aquel entonces no tenía yo muchos amigos literatos; vagaba por una inmensa selva, no para buscar, sino para encontrar. Uno de los libros más antiguos en el que anoté mi nombre es L’existentialisme est un humanisme de Sartre. ¿Entendí este libro en aquel momento? ¿Era mi francés lo suficientemente bueno? Llevaba años haciendo viajes en autostop con camioneros franceses, pero el discurso en las cabinas de los enormes camiones estaba más enfocado en el siguiente restaurante que en la filosofía, y, sin embargo, pienso que aprendí mucho de ellos. Recuerdo la obstinación por desviarnos de las rutas para ir a comer tal o cual especialidad culinaria local. Ahora, sesenta años después, leo en una biografía de Heidegger acerca de sus respuestas a Sartre, y algunas partes del rompecabezas empiezan a encajar; aquello que, con toda probabilidad, no entendí en su día se torna claro. Comprendí, por la prensa de aquellos días, que había varios autores franceses, como por ejemplo Simone de Beauvoir, que profesaban una gran admiración por William Faulkner. Ignoro si lo habían leído traducido o en su idioma original, pero para mí la lengua y el estilo de Faulkner eran un gran desafío, y no fue hasta más adelante, después de viajar por Misisipi y otros estados del sur y comprender cuán vinculados estaban la cultura de la América negra y el pasado esclavista en el mundo de Faulkner, cuando por fin hallé el acceso a su intenso y complejo mundo.
En cierta ocasión me encontraba yo frente a la enorme biblioteca de mi amigo alemán Rüdiger Safranski, autor de las biografías de Nietzsche y Heidegger, Hölderlin y E.T.A Hofmann, Goethe y Schiller. Estaba yo ahí cavilando un poco, con respeto y envidia, y se me ocurrió preguntar, probablemente en un tono de desesperación: «Rüdiger, pero ¿cuándo has leído todo esto?». Y él me contestó, como si llevara tiempo preparándose para esta pregunta. «Mientras tú leías el libro del mundo». En mi vida he tenido que responder con frecuencia a la pregunta de por qué viajo tanto, y, como reacción a la constante incomprensión hacia mi supuesta inquietud, he desarrollado un mecanismo de defensa que tiene que ver con mi pasado, con aquel par de años en el seminario. Gracias a este pasado, como no puede ser de otra manera, desarrollé una fascinación por los monasterios que me ha acompañado toda la vida, en especial por sus variantes cada vez menos comunes, los monasterios con el bello nombre de «contemplativos», órdenes como las de los benedictinos y cistercienses, también llamados trapenses. El silencio que reina en estos lugares, la regularidad que en efecto me faltaba en mi inquieta vida, me atraían hasta tal extremo que me presenté —debería de tener unos dieciocho años— en un monasterio trapense situado en el sur de los Países Bajos para preguntar si podía ingresar en la orden. El abad, un hombre sabio, capaz de atravesar con su mirada mi alma inquieta, debió de llegar a la conclusión de que lo que a mí me movía no era la fe. Me entregó una historia de la vida de los santos en latín, una celda para dormir y un diccionario, y me encargó que tradujera un fragmento del libro. Al cabo de unos pocos días me largué de ahí, pero desde entonces no he dejado de visitar regularmente monasterios dondequiera que estén —Irlanda, Castilla o Japón—, y me he construido mi propio monasterio, sin cofrades, con la infinita serie de habitaciones de hotel que he ocupado: celdas para leer, escribir y pensar.
Hace mucho, en 1962, tuvo lugar un congreso literario en Edimburgo donde conocí a la escritora americana Mary McCarthy. Ella se hallaba entonces en la cima de su fama, y yo aún no estaba en ningún lado, pero en aquel encuentro, que se convertiría en uno de los más importantes de mi vida, ella debió de ver algo en mí, gracias a lo cual nació una amistad que se prolongó hasta su muerte. En el dédalo de mi defectuosa memoria creí que nos habíamos vuelto a encontrar en Formentor, cuando ella fue miembro del jurado en 1964, y mi admirado Gombrowicz uno de los candidatos. Lo del jurado y lo de Gombrowicz era cierto, sí, pero el encuentro tuvo lugar aquel año en Valescure y ella no votó por Gombrowicz, que contaba con el apoyo de un gran número de escritores, sino por Nathalie Sarraute, creo que sobre todo por su libro Tropismes, un título que ha dado nombre a una de las librerías francófonas fuera de Francia más bellas, me refiero a la librería Tropismes de Bruselas, donde compro mis libros siempre que visito la capital europea.
Las librerías, quisiera dejarlo claro aquí, son para los escritores una de las fuentes de inspiración más importantes. Si algo nos ha demostrado la pandemia es que el periodo de cierre de librerías ha convertido a los lectores y a los escritores juntos en tristes huérfanos, algo que ni Amazon ni internet pueden remediar, pues no son sino enfermeros en el hospital equivocado. Si me imagino el cielo, veo la imagen de una gran librería un poco desordenada donde unos libros dispersos en el suelo engendrarán otros libros. Pero ¿qué libros son esos? Borges y Nabokov nacieron en casas llenas de libros. ¿Es bueno eso? A mí me daba envidia y, sin embargo, no sé si es bueno. A mi madre le gustaba leer, pero no los libros que yo más tarde admiraría; así y todo, pienso que la imagen de mi madre absorta en la lectura de un libro me condujo hacia la literatura. Como quiera que sea, algunos libros más vale leerlos a cierta edad. Mucho más adelante, afirmé en una de mis obras que al escribir uno siempre tiene en la mano a otros cien escritores, sea o no consciente de ello. Yo no fui capaz de leer a Borges hasta que la Collection La Croix du Sud de Roger Caillois publicó sus libros traducidos al francés, y no fui capaz de leer en francés hasta haber viajado infinitas veces con aquellos camioneros, porque mi francés escolar no bastaba. ¿Acaso mantenía yo conversaciones literarias con aquellos conductores? No, pero sí hice en aquellas cabinas otra cosa, igual de indispensable: escuchar las historias de otras personas. Y los relatos orales son libros todavía sin imprimir que te permiten acceder a la connaissance du monde, lo cual me lleva de nuevo a las palabras de Safranski acerca del libro del mundo.
Mis tres o cuatro cursos de educación secundaria me proporcionaron una base sólida que me permitió volver siempre a Heródoto, Catulo, Safo o San Agustín. Ahora bien, para enfrentarme al mundo vivo que me rodeaba, no estaba yo muy preparado; este lo tuve que descubrir por mi cuenta, lo cual solo es posible si uno se expone al azar. Y así fue como llegó a Ámsterdam un viejo director de escena, Pjotr Sjarov, que había sido alumno de Stanislavski. Nos trajo una representación de Chéjov tras otra, un recuerdo inolvidable, que más adelante retornó a mi poesía y que me hizo adicto al teatro. Con mis primeros ingresos tomaba yo cada año en Hoek van Holland un barco con destino a Harwich para asistir cada noche al teatro en Londres y casi anegarme en la extraordinaria riqueza de Shakespeare. Lo que comprendí entonces de aquella orgía lingüística shakespeariana no lo recuerdo, pero sí me ha quedado la fascinación por una lengua que es capaz de todo. Desde Londres hacía yo autostop a París, y recuerdo como si fuera ayer las primeras obras de Beckett, pero también las otras obras, tan diferentes y menos misteriosas, pero muy afiladas, de Anouilh y Adamov, con actores grandiosos como Serge Reggiani. No recuerdo gran cosa de las clases de literatura neerlandesa en mi escuela secundaria nunca acabada, pero la poesía de la generación de los 80 —y con ello me refiero a 1880, una generación literaria que, para la mayoría de extranjeros, es desconocida a causa de la inaccesibilidad de nuestra lengua—, sí me impresionó, en cualquier caso, me enseñó a leer poesía. Mucho más adelante encontré un antiguo cuaderno en el que había copiado cincuenta poemas de todo tipo, un cuaderno que podía llevarme fácilmente en mis viajes en autostop para leerlo y releerlo. Uno de los primeros grandes descubrimientos en mi propia lengua fue Louis Couperus, un escritor procedente de las Indias Orientales Neerlandesas, nuestras antiguas colonias, hoy Indonesia, que en el anterior fin de siécle escribió algunas novelas espléndidas, como De stille kracht (La fuerza oculta), en la que por primera vez penetraban los vientos del mundo tropical, una influencia que ya nunca me abandonó, como tampoco la que ejerció sobre mí Jan Jacob Slauerhoff, poeta maldito y médico de a bordo fallecido a temprana edad, y, que con sus soleares y fados melancólicos me evocó un mundo español y portugués que ya nunca más fui capaz de resistir y que no comprendí del todo hasta verme en un barco atracado en el puerto de Lisboa, convertido yo mismo en marinero, para zarpar hacia Surinam, con mis poemas en la maleta.
A mis veintiún años, en 1954, escribí mi primera novela: Philip y los otros. De esto hace ya 65 años y continúo escribiendo. En algún momento dije que uno debe esperar, aunque no sepa qué. En 1963 escribí mi novela El caballero ha muerto, que considero el fracaso más importante de mi obra. En este libro, el escritor se suicida después de fracasar en su intento de finalizar el libro que otro escritor había dejado inacabado. El libro era una sombra oscura y lejana de aquella primera novela que yo había escrito con total ingenuidad y sin recurrir a ninguna técnica literaria, lo que tal vez explica por qué cosechó cierto éxito en aquella época. La nueva novela con su triste desenlace recibió elogios a la vez que duras críticas, y tanto lo uno como lo otro estaba justificado. Yo sabía que tenía que escribir ese libro, pues de lo contrario hubiera proliferado en mi cabeza cual tumor maligno. Empecé a viajar, y, excepto mi poesía más o menos hermética, me situé al margen del ambiente literario habitual, y me dediqué a escribir sobre el mundo y sobre lo que veía en mis viajes. Budapest 1956, el Muro de Berlín 1963, París 1968, Sudamérica después de Cuba, y de nuevo el Muro, pero esta vez en 1989 y a continuación la Alemania unida… Durante los diecisiete años posteriores a mi abandono de la ficción se publicaron muchos de mis llamados “libros de viaje’, reflexiones y meditaciones sobre mis viajes por todos los continentes, como mis libros sobre Japón y sobre España, El desvío a Santiago, y no fue hasta entonces, después de diecisiete años de silencio, cuando apareció Rituales, el libro que yo había esperado todo ese tiempo. ¿Acaso fui consciente de que lo esperaba? No, yo sabía que debía esperar, pero no sabía qué, a no ser que, sin saberlo, hubiera estado esperando el instante de la ficción. Y solo después de esto aparecieron mis otros libros. ¿Qué había sucedido entretanto?
Había vivido y había viajado. En un libro sobre el filósofo Ernst Bloch vi un capítulo titulado Ontologie des Noch-Nicht-Seins (Ontología del todavía-no). En esta historia que acabo de leerles, aparecen algunos recuerdos de juventud que proceden de la época del «todavía-no». Vi, leí, esperé, y después escribí, y respecto a esto último puedo decir que me sigue alegrando no haber leído a Proust antes de esta época, porque también Proust pertenecía a la espera. Cuando al fin estuve preparado para ello, quise leerlo en francés, lentamente, página por página, hasta el increíble final de Le Temps Retrouvé, que me recordó al éxtasis de un montañero que ha alcanzado al fin la cumbre del Himalaya. No era el francés de mis camioneros, pero hay que reconocer que sin tal experiencia mi comprensión hubiera sido menor, y la ironía póstuma de este conocimiento es que un editor francés me recomendó recientemente que leyera a Proust en inglés, porque al haber sido traducido ya tres veces a este idioma a lo largo del siglo, sería mucho más moderno que en francés: una equivocación.
Proust y Pessoa nos han enseñado que es posible repartir la vida entre varias personas y escritores; Kawabata y Mishima nos han demostrado que la literatura japonesa, tan diferente a la nuestra, puede ser también muy cercana; Celan y Joyce, sin olvidar a Heidegger, hicieron de la propia lengua el sujeto de su obra, un lenguaje secreto que se escribía y solo después se descifraba, convirtiendo así la lectura en una aventura sin fin. El tiempo del «todavía-no» ya lo he dejado atrás para siempre. Nunca fui capaz de definir ese tiempo con abstracciones filosóficas, lo cual tampoco hubiera sido posible en mi otra época, las de las cabinas de los camiones. La esencia del «todavía-no» pertenece a la espera, es gracias al «todavía-no» que la obra adquiere su definitiva forma. Quien elija la abstracción debe contar su historia de otra manera o, mejor dicho, convertirse en otro escritor.

Discurso tras la obtención del Premio Formentor.

Let's be careful out there 




jueves, 16 de noviembre de 2023

Allende el sumidero

Dos textos de uno de mis autores  imprescindibles para paliar el infecto olor a cloaca que emana y se extiende, espeso, saturado, grueso, macizo, desde los escaños convertidos en letrinas del Congreso de los Diputados de una vieja nación en vías de descomposicion y abandonada a su suerte,  en manos de una banda de criminales y forajidos a los que hemos elegido. Realmente repugnante.


Cuando se trata del Mediterráneo, como en casi todo lo demás, soy un ser paradójico: Hijo de una católica y de un protestante (pero un protestante de Toulouse en el que, en cierto modo, la austeridad de esta herejía del norte se ve contrarrestada por una forma de calidez meridional, el gusto por la buena mesa y el sentido del humor), nací en una meseta de granito, en Corrèze, en un dialecto, el patois lemosín, que pertenece a la langue d'oc y que se mezcló felizmente con el francés republicano. Una mezcla, pues, muy francesa en su universalismo, ya que Francia fue, después de Grecia y Roma, la tercera civilización de Occidente, antes del declive de Europa y de su embotamiento en la globalización americanizada. Es una mezcla que, para mí, encontró su plenitud en una infancia libanesa, al otro lado del Mediterráneo, y en la lengua árabe, que me permitió comprender muy pronto, primero intuitivamente, luego más activamente, una serie de cuestiones culturales, políticas, sociales y religiosas del mundo contemporáneo. Contrariamente a lo que se dice aquí y allá, no existen diferentes Mediterráneas; Aunque ha recibido diferentes nombres (el Gran Verde para los antiguos egipcios, el Hinder o Mar Occidental para los hebreos, Mare Nostrum, Nuestro Mar, para los romanos, el Blanco Mar Medio para los árabes, y los turcos lo llamaban Akdeniz, Mar Blanco o Mar Meridional, según el color que atribuyeran a este punto cardinal, siendo el Norte, el Oeste y el Este negro, rojo y verde respectivamente), hablar del Mediterráneo es engañoso: pretende hacernos olvidar tanto la definición más simple (el Mediterráneo existe donde crece el olivo) como el profundo movimiento de unificación civilizacional del que la zona mediterránea ha sido el centro, a través del comercio, los intercambios, las conquistas, las guerras y la dialéctica fundamental entre Oriente y Occidente, A grandes rasgos, abarca dos cuencas, la oriental y la occidental, separadas por aguas poco profundas entre Sicilia y Túnez, con mares interiores (el mar de Mármara, el mar de Creta, el mar Egeo, el mar Tirreno, el mar Jónico, el mar Adriático y, gracias a la historia y a ciertas similitudes geográficas, el mar Negro). En toda su diversidad, contrastes y opuestos, el Mediterráneo no es tanto una civilización en sí misma como un laboratorio que ha producido una civilización dual, o dos civilizaciones reflejadas: la de Europa y la de Oriente Próximo, de la que ha surgido gran parte de Europa a través del comercio, la filosofía y el arte. La originalidad civilizatoria se reorientó hacia otra parte, a partir del siglo XVI, gracias a la supremacía naval de Inglaterra y a la conquista del Nuevo Mundo por los íberos, y la economía se desplazó hacia el Atlántico, como hoy hacia el sudeste asiático, mientras que el arte resistió hasta mediados del siglo XX, gracias sobre todo a Francia, destronada en 1945 por Estados Unidos: Fue el precio a pagar por la liberación de Europa y el Plan Marshall: sólo la filosofía, la literatura y la música culta permitieron a Europa mantener la cabeza alta. La última corriente mediterránea que irrigó la cultura francesa y, por tanto, europea (ya que no podemos descuidar lo que debemos a los españoles, portugueses e italianos) tuvo lugar en la primera mitad del siglo XX, de Maurras a Valéry y Joë Bousquet, de Cézanne a Giono, de Maillol a Reverdy y Char, de Milhaud a Audiberti y Ponge, por no hablar de todos aquellos que vinieron a buscar en esta orilla o tierra adentro una luz que equivalía a una forma de paz: Van Gogh, Matisse, Bonnard, Picasso, de Staël, Fitzgerald, D.H. Lawrence, Katherine Mansfield, Gombrowicz, Delteil, Durrell, Miller, Graham Greene, la segunda mitad del siglo XX dio lugar a grandes obras, de Camus a Derrida, sin olvidar lo que se conoce como la francofonía, es decir, las obras escritas en francés por nativos no franceses de la cuenca mediterránea, Esto incluye antiguas colonias y protectorados, pero también territorios que no estaban sometidos a la política exterior francesa, como Egipto, Grecia (con filósofos que se exiliaron bajo el régimen de los generales a partir de 1967: Kostas Papaïoannou, Cornelius Castoriadis, Kostas Axelos, por ejemplo); por no hablar de Rumanía, no estrictamente mediterránea pero ampliamente latina en su lengua y su religón, y que dio a los franceses Istrati, Eliade, Cioran, Ionesco, Benjamin Fondane, Ilarie Voronca, Ghérasim Luca..... Hoy en día, la oposición entre Oriente y Europa es menos pronunciada, salvo (y no es poco) en el caso del islamismo, que, a pesar de las apariencias y del terrorismo que engendra, no puede considerarse más que un epifenómeno económico.
Las dos orillas del Mediterráneo están condenadas a llevarse bien, a mantener vivo lo que queda de la universalidad de sus respectivas aportaciones, que sin embargo están infinitamente amenazadas, si no arruinadas ya, por la globalización, que no es sino un Mediterráneo degradado. En cuanto a nosotros, los europeos, especialmente los del sur, sabemos que debemos nuestro nombre a la hija de un rey fenicio, Europa, cuyo hermano, Cadmos, introdujo en Grecia el alfabeto que dio origen al nuestro. Un hecho fundamental, tanto simbólica como materialmente. En este sentido, vayamos donde vayamos, y sea cual sea el poder del olvido y la frivolidad que despierta el materialismo contemporáneo, somos y seguiremos siendo, en mayor o menor medida, pueblos mediterráneos. La abundancia de libros dedicados a este tema lo demuestra, aunque rara vez sean buenos, con la excepción de los (si nos limitamos al siglo XX) de Fernand Braudel, Predrag Matvejevitch y algunos escritores, entre los que destacan D.H. Lawrence, Henry Miller, Paul Morand... En cuanto a mi relación personal, intelectual, memorial y sensual con el Mediterráneo, es inevitablemente unilateral, descuidando ciertos elementos en favor de otros: sólo el amor autoriza estos sesgos, estas lagunas, estas afinidades, estos silencios que son en realidad los medios tonos de la modestia y la preferencia.
Richard Millet, Dictionnaire amoureux de la Méditerranée, Ed Plon, Paris.


Ahora que tengo sesenta años, la edad en la que Sibelius empezó a callar, me siento más tentado que nunca a silenciar la inevitabilidad de lo inacabable, es decir, lo que se conoce como mi "obra", el posesivo que la rige me parece cada vez más extraño, y me siento casi ajeno al sentido de la responsabilidad que tiene un escritor por el cuerpo de sus libros. Intento averiguar si este silencio forma parte realmente de la obra, o si es sólo un lugar común posmoderno, una renuncia, quizá la huella necesaria de una impotencia que se disfraza hasta el punto de hacer de la ausencia de un libro el destino de la escritura. Esta pregunta me ha perseguido toda la vida. A los veinte años, creía, junto con algunos otros escritores que vivían a la sombra lejana de Maurice Blanchot, que el silencio de Louis-René des Forêts era literario, que ahí residía el secreto de la escritura, o incluso esta escritura del secreto que llamamos literatura, siendo escribir equivalente a poner a prueba, con diversos grados de brillantez, la vanidad de la palabra. Pronto me enteraría de que fue el dolor que sufría desde la muerte accidental de su hija lo que condenó a des Forêts al silencio. Éramos hijos de Le Bavard y de la gran neurosis postcristiana. Descendíamos de un falso silencio que nos condenaba a escribir no para callar, sino para aceptar, en el mejor de los casos, una forma de impostura con el valor del silencio, mientras temíamos encontrar la verdad de un silencio que nos habría ordenado callar. Susurramos. Murmurábamos. Seguíamos siendo niños. Sinceros impostores. No habíamos vivido. No habíamos creado, sufrido o incluso escrito de verdad. No sabíamos lo que suponía la muerte a la autoescritura y, más aún, a la publicación. Quizá queríamos sobre todo publicar, y esperar una gloria que no queríamos ver que ya se había ido. No sabíamos lo que era el fuego. A la larga, publicábamos libros y les prodigábamos un cuidado exagerado, creyendo que les dedicábamos la mejor parte de nuestras vidas. Puede que nos convirtiéramos en escritores, porque nunca fuimos Bartlebys, Chandoses u hombres del "underground", sino titiriteros, charlatanes impenitentes... Aún no me he librado de la idea de que todo esfuerzo literario no contenga un elemento de impostura, que no sea un eco interminable del grito con el que nos lanzamos al mundo y del que los escritores se hacen eco de siglo en siglo de diversas formas: ¿No escribimos para no desaparecer en este grito tanto como para entregarnos de sentido a través de la palabra justa o de la fórmula encarnada en un cuerpo en el que moriremos como los demás y sin saber más que ellos ni estar mejor armados que los que no habrán hecho ruido aquí en la tierra? Ciertas formas de autismo gobiernan mi existencia; producen, en particular, la autoconversación constante, la oración, el odio al ruido que me lleva a vivir, la mayor parte del tiempo, con tapones en los oídos, es decir, en mi propia semioscuridad. Sólo escribo para establecer una distancia generalmente silenciosa entre el mundo y yo, única condición para acoger a los demás, siendo de los que no creen en las virtudes de la inmediatez en la que, en medio del ruido babeliano e industrial, se daría la música del mundo (el mundo como melodía infinitamente perdida en su inaudible inmediatez). Soy mi propia fortaleza, al borde de un desierto más vasto que el de Siria. La ausencia de jinete es mi polvo, el viento del desierto la verdad de mis palabras, la nieve que cae en las alturas un vestido de gloria lamentable; y no vigilo a nadie más que a mí mismo, tanto como a una forma de ilusión. Más que nada, me hubiera gustado ser músico. Mis libros no son tanto la sombra de las obras que no habré compuesto como el medio por el que podré dar a la escritura las virtudes del silencio o del polvo, en una musicalidad que espero no sea demasiado indigna de los maestros que me permitieron ocupar mi lugar entre la música y la literatura. El silencio de Sibelius se había convertido para mí en algo tan mítico como el silencio de Rimbaud. Aunque lo sabía todo sobre la vida de Rimbaud, no quería saber nada más sobre Sibelius, cuya obra, además, tenía poca importancia en mi vida por aquel entonces, ya que mis gustos se inclinaban más hacia la música de cámara y el piano; me atuve a lo que consideré una decisión de guardar silencio, una especie de sacrificio; Las pocas obras que conocía de él parecían estar rodeadas, incluso justificadas por este silencio, cuyo mito, como en el caso de Forêts, sin duda inventé yo mismo... En general, nos gustan más los errores que la verdad, y las medias verdades que el resplandor de las pruebas.
En otros, sólo podemos apreciar la suma de aproximaciones y sueños que nos hacemos, siendo nosotros mismos sólo la suma de nuestras ilusiones, por no decir los errores a partir de los cuales dibujamos una máscara, un rostro social. Y ningún compositor, aparte de Verdi, tuvo un rostro tan público, político y nacional como Sibelius. La obra se juega en el secreto del rostro, frente a la figura impregnada de silencio, en la brecha entre el cuerpo que abandonamos a lo nacional, lo glorioso, lo social, y el silencio en el que renunciamos a él: la salvación (por ambigua que sea esta palabra, en el caso de Sibelius) llega a este precio: el traspaso del cuerpo mortal al de la obra tiene lugar en un silencio que es sin duda el secreto último, si no el único, de la obra. ¿Qué es el silencio? El secreto que se ha congelado, sellado entre el día y la noche. Una boca que se entreabre para contener lo que canta en su interior. La canción de la reticencia. Una plegaria que no pide nada. Lo que se alza en el silencio de las lenguas y se resiste a lo social tanto como a lo psicológico. El silencio es una máscara que revela la verdad del rostro. La verdad en la música está más allá de lo visible y también de lo sonoro. El susurro ininterrumpido de lo anterior. El reverso de toda máscara, relacionado con la inocencia del sonido. La ausencia de secreto como revelación locuaz y reticente. Una súplica irónica por lo imposible. La necesidad del secreto como sonido. Y estas paradojas, suaves o salvajes: una fuente de alegría.
Richard Millet, Sibelius, les cygnes et le silence, Ed. Gallimard

Let's be careful out there

lunes, 13 de noviembre de 2023

Satin Island

Turín es de donde  procede el famoso sudario, el que muestra el cuerpo de Cristo en posición supina tras la crucifixión: las manos cruzadas sobre los genitales, los ojos cerrados, la cabeza coronada de espinas. La imagen no es realmente visible en el lino desnudo. Sólo surgió a finales del siglo XIX, cuando algún fotógrafo aficionado miró el negativo de una foto que había hecho de la cosa y vio la figura: pálida y descolorida, pero ahí, no obstante. Sólo en el negativo: el negativo se convirtió en positivo, lo que significa que el propio sudario ya era, en efecto, un negativo. Unas décadas más tarde, cuando el sudario fue datado por radiocarbono, resultó que no era anterior a mediados del siglo XIII; pero esto no preocupó a los creyentes. Cosas así nunca lo hacen. La gente necesita mitos fundacionales, alguna huella del año cero, un perno que asegure el andamiaje que a su vez sujeta toda la arquitectura de la realidad, del tiempo: cámaras de la memoria y celdas del olvido, muros entre épocas, pasillos que nos arrastran hacia el fin de los días y el lo-que-sea venidero. Vemos las cosas veladas, como a través de un velo, de una pantalla demasiado pixelada. Cuando el plasma informe adquiere forma y resolución, como un pez que se acerca a nosotros a través de aguas turbias o una imagen que asoma a la vista desde un líquido nocivo en un cuarto oscuro, cuando empieza a fusionarse en una figura discernible, aunque cifrada, podemos decir: Esto es, agitándose, asomándose, incluso si no lo es realmente, si todo son manchas de tinta.

Un  aeropuerto en tránsito, paradigma del no lugar,  paradójicamente transformado en atractivo turístico, en el que U, una vez se ha expulsado de encima la multitud  y se ha quedado a solas, experimenta la revelación que le redimirá. El narrador en primera persona de la novela, conocido simplemente como U, es un etnógrafo consultor contratado por una influyente organización para recopilar datos en la promoción de un proyecto multitentacular para conseguir algún dominio estratégico e inquebrantable sobre el mundo. El cómo o el por qué de todo esto no está del todo claro, ni siquiera para U, mientras vuela en avión a conferencias internacionales o se entretiene en su oficina del sótano identificando memes y comportamientos retóricos globales, echando su ojo de antropólogo sobre los cereales del desayuno, el patinaje, los vertidos de petróleo, las misteriosas muertes de paracaidistas.
No desvelo nada si digo que no hay mucha trama ni, para el caso, interés humano. La exaltación por parte de U de lo genérico por encima de la experiencia individual paga dividendos negativos. Los cameos protagonizados por la novia gnómica de U y un colega informático con cáncer parecen etiquetados para cambiar de aires. Las declaraciones "visionarias" del supuestamente carismático jefe de U se desvían hacia la sátira. Resulta difícil imaginar mantener una conversación sobre el tiempo con cualquiera de ellos. El propio U no es un hombre que sufra de buena gana a la gente con opiniones corrientes.
 Hay una sensación de estar acorralado, de que los horizontes se estrechan a medida que la inutilidad de intentar saberlo todo se hace comprensiblemente evidente. Un modesto desenlace amenaza brevemente, pero incluso esa alfombra es arrancada de debajo de nosotros.
Ninguno de estos son "fallos", por supuesto. No se puede insistir en las reglas cuando éstas están siendo tan claramente destrozadas. Y quizá el principal propósito de McCarthy, después de todo, sea exponer como un engaño vacío la lastimosa necesidad del lector burgués de personajes seductores, cotas emocionales y cierre narrativo. Al menos en esto, podría decirse que nos tiene ganados. Siguen densos balbuceos de las narrativas de la teoría cultural, la tecnología, los saberes tribales, etc..., a partir de los cuales U debe compilar un Gran Informe que desentrañe los códigos subyacentes que rigen nuestra época. No se deja ningún manantial de aprendizaje sin explorar, mientras que la observación más común - la hebilla de un zapato, el círculo de amortiguación de la pantalla de un ordenador - es susceptible de desencadenar una disquisición postestructural sobre el tiempo y la memoria, o una lección sobre el funcionamiento del yodo o de los sistemas de ventilación.
Uno se pregunta con frecuencia qué tiene que ver esto o aquello con el precio del pescado, pero en el mundo del "avance paradigmático", como lo describe U, nada, al parecer, es irrelevante. Bajo su inquieto escrutinio, todo se conecta, los patrones emergen, las tendencias saltan a la vista, los temas se repiten, las cosas dispares se resuelven en una sola, a medida que la promesa de algún suprasentido va tomando forma. McCarthy tiene el cerebro y la imaginación para poner esto en marcha y hay algunas piezas de decorado deslumbrantes. Pero, ¿con qué fin? ¿Debemos deducir algo sobre la fe que depositamos en los gurús corporativos? ¿O sobre la vanidad de nuestra búsqueda de comprensión? ¿Las dos cosas? ¿Ninguna de las dos?

Más allá de los gustos personales, que no constituyen ningún criterio objetivo, es obvio que existen libros buenos, libros regulares y libros malos. Luego, existen unos pocos libros que no se adaptan a esta clasificación, que son, para bien o para mal, libros "diferentes", cuya calidad literaria no se agota  en una sola lectura; y cuando digo lectura no me refiero solamente al acto de leer, sino también, y sobre todo, a la percepción de todo aquello que el autor ha querido transmitir. Los clásicos que todos tenemos en mente formarían una categoría de este tipo de libros; en otra categoría, distinta pero asimilable, se encuentra Satin Island así como el resto de las novelas de Tom McCarthy.
 
 Turin is where the famous shroud is from, the one showing Christ’s body supine after crucifixion: hands folded over genitals, eyes closed, head crowned with thorns. The image isn’t really visible on the bare linen. It only emerged in the late nineteenth century, when some amateur photographer looked at the negative of a shot he’d taken of the thing, and saw the figure—pale and faded, but there nonetheless. Only in the negative: the negative became a positive, which means that the shroud itself was, in effect, a negative already. A few decades later, when the shroud was radiocarbon dated, it turned out to come from no earlier than the mid-thirteenth century; but this didn’t trouble the believers. Things like that never do. People need foundation myths, some imprint of year zero, a bolt that secures the scaffolding that in turn holds fast the entire architecture of reality, of time: memory-chambers and oblivion-cellars, walls between eras, hallways that sweep us on towards the end-days and the coming whatever-it-is. We see things shroudedly, as through a veil, an over-pixellated screen. When the shapeless plasma takes on form and resolution, like a fish approaching us through murky waters or an image looming into view from noxious liquid in a darkroom, when it begins to coalesce into a figure that’s discernible, if ciphered, we can say: This is it, stirring, looming, even if it isn’t really, if it’s all just ink-blots.

A estas alturas, puede que el lector avispado -un lector que necesita poner su plena atención en la lectura, porque el goteo de datos es constante, pero tan hábilmente camuflados entre el ruido de fondo que es fácil que se escape alguno, la relevancia del cual solamente se examinará con posterioridad- haya podido observar varias coincidencias: en primer lugar, el nombre del protagonista -“¿Yo? Llamadme U”-, U, fonéticamente pronunciado "you", significa "tú", un pronombre personal que denomina a la persona implicada en la lectura, al lector; por otra parte, el Proyecto Koob-Sassen, ese volátil e impreciso pero imprescindible y omnisciente Informe, tiene al menos un precedente en la literatura, la Acción Paralela de El hombre sin atributos, la novela de Robert Musil, el acontecimiento que debe organizar el protagonista, Ulrich, cuyo nombre comienza con la letra que designa a nuestro antropólogo, cambiando la legendaria Kakania -trasunto del Imperio Austro-húngaro previo a la Primera Guerra Mundial, anterior, pues, a la ruina- por el Nueva York de principios del siglo XXI, en el que la ruina ya tuvo lugar una soleada mañana de cierto 11 de septiembre; en ambos casos, y este es un extremo determinante, es mucho más fácil titular el trabajo que describirlo. Tal vez sea llevar demasiado lejos lo que no son más que leves indicios, pero las características de ambos eventos, su presencia en las narraciones, y la actitud de ambos protagonistas con respecto a ellos parecen revelar una relación más que casual. 
Sea como fuere, lo cierto es que Tom McCarthy escribe para mí, y Satin  Island es la titánica demostración de un talento único. McCarthy es una especie de estrella de la ficción contemporánea de nicho. Su ambiciosa epopeya vanguardista C, la historia de un joven en la época eduardiana movido por un interés extremo por las ondas de radio, fue preseleccionada para el premio Booker 2010. Ha sido alabado por Zadie Smith, y comparado con Joyce y Beckett, aclamado como el Thomas Pynchon británico - el tipo de escritores (y también se podría añadir a Don DeLillo, David Foster Wallace, incluso Nicholson Baker) dedicados a hacer que el proceso de lectura sea más contemplativo, o al menos más lento.
Con 176 páginas, La isla de Satén no es tan corta como parece. Apenas hay una página en la que uno no se encuentre saliendo a tomar aire - sí, a veces para admirar la prosa de capa y espada de McCarthy o para digerir alguna sorprendente intuición cerebral, pero a menudo sólo para preguntarse de qué está hablando. He respirado su prosa dilatando el tiempo entre intervalos de pausas dentro del concierto de Modena de Keith Jarret: soledad, silencio, libros, música: quién puede pedir más.

Let's be careful out there 



martes, 7 de noviembre de 2023

Lejos del tumulto


 Mi proyecto era un programa, no un hobby o una actividad suplementaria: un programa al que me había entregado en cuerpo y alma... Todos iban y venían- la gente, las luces, los colores, el ruido- por la periferia de mi atención 
Tom McCarthy, Residuos.

ON THE USES OF PHILOSOPHY 

There is a Pleasure in philosophy, and a lure even in the mirages of metaphysics, which every student feels until the coarse necessities of physical existence drag him from the heights of thought into the mart of economic strife and gain. Most of us have known some golden days in the June of life when philosophy was in fact what Plato calls it, “that dear delight”; when the love of a modestly elusive Truth seemed more glorious, incomparably, than the lust for the ways of the flesh and the dross of the world. And there is always some wistful remnant in us of that early wooing of wisdom. “Life has meaning,” we feel with Browning—“to find its meaning is my meat and drink.” So much of our lives is meaningless, a self-cancelling vacillation and futility; we strive with the chaos about us and within; but we would believe all the while that there is something vital and significant in us, could we but decipher our own souls. We want to understand; “life means for us constantly to transform into light and flame all that we are or meet with”;1 we are like Mitya in The Brothers Karamazov—“one of those who don’t want millions, but an answer to their questions”; we want to seize the value and perspective of passing things, and so to pull ourselves up out of the maelstrom of daily circumstance. We want to know that the little things are little, and the big things big, before it is too late; we want to see things now as they will seem forever—“in the light of eternity.” We want to learn to laugh in the face of the inevitable, to smile even at the looming of death. We want to be whole, to coördinate our energies by criticizing and harmonizing our desires; for coördinated energy is the last word in ethics and politics, and perhaps in logic and metaphysics too. “To be a philosopher,” said Thoreau, “is not merely to have subtle thoughts, nor even to found a school, but so to love wisdom as to live, according to its dictates, a life of simplicity, independence, magnanimity, and trust.” We may be sure that if we can but find wisdom, all things else will be added unto us. “Seek ye first the good things of the mind,” Bacon admonishes us, “and the rest will either be supplied or its loss will not be felt.”2 Truth will not make us rich, but it will make us free. Some ungentle reader will check us here by informing us that philosophy is as useless as chess, as obscure as ignorance, and as stagnant as content. “There is nothing so absurd,” said Cicero, “but that it may be found in the books of the philosophers.” Doubtless some philosophers have had all sorts of wisdom except common sense; and many a philosophic flight has been due to the elevating power of thin air. Let us resolve, on this voyage of ours, to put in only at the ports of light, to keep out of the muddy streams of metaphysics and the “many-sounding seas” of theological dispute. But is philosophy stagnant? Science seems always to advance, while philosophy seems always to lose ground. Yet this is only because philosophy accepts the hard and hazardous task of dealing with problems not yet open to the methods of science—problems like good and evil, beauty and ugliness, order and freedom, life and death; so soon as a field of inquiry yields knowledge susceptible of exact formulation it is called science. Every science begins as philosophy and ends as art; it arises in hypothesis and flows into achievement. Philosophy is a hypothetical interpretation of the unknown (as in metaphysics), or of the inexactly known (as in ethics or political philosophy); it is the front trench in the siege of truth. Science is the captured territory; and behind it are those secure regions in which knowledge and art build our imperfect and marvelous world. Philosophy seems to stand still, perplexed; but only because she leaves the fruits of victory to her daughters the sciences, and herself passes on, divinely discontent, to the uncertain and unexplored. Shall we be more technical? Science is analytical description, philosophy is synthetic interpretation. Science wishes to resolve the whole into parts, the organism into organs, the obscure into the known. It does not inquire into the values and ideal possibilities of things, nor into their total and final significance; it is content to show their present actuality and operation, it narrows its gaze resolutely to the nature and process of things as they are. The scientist is as impartial as Nature in Turgenev’s poem: he is as interested in the leg of a flea as in the creative throes of a genius, But the philosopher is not content to describe the fact; he wishes to ascertain its relation to experience in general, and thereby to get at its meaning and its worth; he combines things in interpretive synthesis; he tries to put together, better than before, that great universe-watch which the inquisitive scientist has analytically taken apart. Science tells us how to heal and how to kill; it reduces the death rate in retail and then kills us wholesale in war; but only wisdom—desire coordinated in the light of all experience—can tell us when to heal and when to kill. To observe processes and to construct means is science; to criticize and coordinate ends is philosophy: and because in these days our means and instruments have multiplied beyond our interpretation and synthesis of ideals and ends, our life is full of sound and fury, signifying nothing. For a fact is nothing except in relation to desire; it is not complete except in relation to a purpose and a whole. Science without philosophy, facts without perspective and valuation, cannot save us from havoc and despair. Science gives us knowledge, but only philosophy can give us wisdom. Specifically, philosophy means and includes five fields of study and discourse: logic, esthetics, ethics, politics, and metaphysics. Logic is the study of ideal method in thought and research: observation and introspection, deduction and induction, hypothesis and experiment, analysis and synthesis—such are the forms of human activity which logic tries to understand and guide; it is a dull study for most of us, and yet the great events in the history of thought are the improvements men have made in their methods of thinking and research. Esthetics is the study of ideal form, or beauty; it is the philosophy of art. Ethics is the study of ideal conduct; the highest knowledge, said Socrates, is the knowledge of good and evil, the knowledge of the wisdom of life. Politics is the study of ideal social organization (it is not, as one might suppose, the art and science of capturing and keeping office); monarchy, aristocracy, democracy, socialism, anarchism, feminism—these are the dramatis personae of political philosophy. And lastly, metaphysics (which gets into so much trouble because it is not, like the other forms of philosophy, an attempt to coordinate the real in the light of the ideal) is the study of the “ultimate reality” of all things: of the real and final nature of “matter” (ontology), of “mind” (philosophical psychology), and of the interrelation of “mind” and “matter” in the processes of perception and knowledge (epistemology). These are the parts of philosophy; but so dismembered it loses its beauty and its joy. We shall seek it not in its shrivelled abstractness and formality, but clothed in the living form of genius; we shall study not merely philosophies, but philosophers; we shall spend our time with the saints and martyrs of thought, letting their radiant spirit play about us until perhaps we too, in some measure, shall partake of what Leonardo called “the noblest pleasure, the joy of understanding.” Each of these philosophers has some lesson for us, if we approach him properly. “Do you know,” asks Emerson, “the secret of the true scholar? In every man there is something wherein I may learn of him; and In that I am his pupil.” Well, surely we may take this attitude to the master minds of history without hurt to our pride! And we may flatter ourselves with that other thought of Emerson’s, that when genius speaks to us we feel a ghostly reminiscence of having ourselves, in our distant youth, had vaguely this self-same thought which genius now speaks, but which we had not art or courage to clothe with form and utterance. And indeed, great men speak to us only so far as we have ears and souls to hear them; only so far as we have in us the roots, at least, of that which flowers out in them. We too have had the experiences they had, but we did not suck those experiences dry of their secret and subtle meanings: we were not sensitive to the overtones of the reality that hummed about us. Genius hears the overtones, and the music of the spheres; genius knows what Pythagoras meant when he said that philosophy is the highest music. So let us listen to these men, ready to forgive them their passing errors, and eager to learn the lessons which they are so eager to teach. “Do you then be reasonable,” said old Socrates to Crito, “and do not mind whether the teachers of philosophy are good or bad, but think only of Philosophy herself. Try to examine her well and truly; and if she be evil, seek to turn away all men from her; but if she be what I believe she is, then follow her and serve her, and be of good cheer.”
Will Durant, The Story of Philosohy, General  Press.

SOBRE LO USOS DE LA FILOSOFÍA

 Hay un placer en la filosofía, y un atractivo incluso en los espejismos de la metafísica, que todo estudiante experimenta hasta que las prosaicas necesidades de la existencia material lo hacen bajar bruscamente de las alturas del pensamiento al tráfico de la batalla y las ganancias económicas. La mayoría de nosotros ha conocido algunos días dorados en el verano de la vida, cuando la filosofía era en realidad lo que Platón dijo de ella, «un caro deleite»; cuando el amor a una verdad que huía pudorosamente de nosotros nos parecía más glorioso, sin comparación, que el afán de los placeres carnales y la escoria del mundo. Y queda siempre en nosotros cierto residuo nostálgico de aquellos lejanos galanteos con la sabiduría. «La vida tiene significado —pensamos como Browning—, y encontrarlo es mi comida y mi bebida». Es tanta la parte de nuestras vidas que carece de sentido, que no es más que una negación de nosotros mismos vacilante y fútil... Luchamos contra el caos que nos rodea por fuera y nos inunda por dentro... Y sin embargo, creeríamos al mismo tiempo que hay en nosotros algo vital y significativo si tan solo pudiésemos interpretar nuestra propia alma. Deseamos entender. «La vida significa para nosotros un constante transformar en luz y llamas todo cuanto somos o nos sale al encuentro». Somos como Mitya en Los hermanos Karamazov: «Uno de aquellos que no quieren millones, pero sí respuesta a sus preguntas». Queremos captar el valor y la perspectiva de las cosas pasajeras, y elevarnos de esa forma por encima del torbellino del acontecer diario. Queremos saber que las cosas pequeñas son realmente tales y que las grandes lo son de verdad, antes que sea demasiado tarde; queremos ver ahora las cosas en la forma en que las veremos para siempre: «A la luz de la eternidad». Queremos aprender a reír ante lo inevitable, a sonreír incluso al vislumbrar la muerte. Queremos ser íntegros, coordinar nuestras energías sometiendo a juicio y poniendo en armonía nuestros deseos, pues la energía coordinada es la última palabra en ética y política, y quizá también en lógica y metafísica. «Ser filósofo —ha dicho Thoreau— no es solo tener pensamientos sutiles, ni siquiera fundar una escuela, sino tener tal amor a la sabiduría, que se viva, de acuerdo con sus dictámenes, una vida de sencillez, independencia, magnanimidad y confianza». Podemos estar seguros de que, si llegásemos a encontrar la sabiduría, todo lo demás se nos daría por añadidura. «Buscad ante todo las cosas buenas de la mente —nos aconseja Bacon—, y todo lo demás o bien se os suministrará o bien si os falta no lo echaréis de menos». La verdad no nos hará ricos, pero nos hará libres. Algún lector descortés podría en este punto cerrarnos el paso, advirtiéndonos que la filosofía es tan inútil como el ajedrez, tan oscura como la ignorancia y tan rígida como un índice. «No hay nada tan absurdo —afirmó Cicerón— que no pueda encontrarse en los libros de los filósofos». Es indudable que algunos filósofos han tenido toda clase de sabiduría, con excepción de la del sentido común, y muchos vuelos filosóficos se han debido a la fuerza ascensional del aire enrarecido.Tomemos la determinación, en este viaje nuestro, de arribar exclusivamente a puertos de luz, de mantenernos alejados de las cenagosas corrientes de la metafísica y de los procelosos mares de la disputa teológica. Ahora bien, ¿está la filosofía realmente anquilosada? La ciencia siempre parece avanzar, mientras que la filosofía siempre parece perder terreno. Sin embargo, esto se debe solo a que la filosofía acepta la ardua y azarosa tarea de habérselas con problemas que todavía no están abiertos a los métodos de la ciencia: problemas como el bien y el mal, la belleza y la fealdad, el orden y la libertad, la vida y la muerte. Tan pronto como un campo de investigación regresa al conocimiento susceptible de formulación exacta, recibe el nombre de ciencia. Toda ciencia empieza como filosofía y termina como arte; surge en la hipótesis y desemboca en la proeza. La filosofía es una interpretación hipotética de lo desconocido (como en metafísica), o de lo conocido de forma inexacta (como en ética o filosofía política): es la trinchera de vanguardia en el asedio a la verdad. La ciencia es el territorio capturado, y detrás de ella están esas regiones seguras en las que el conocimiento y el arte construyen nuestro mundo imperfecto y maravilloso. La filosofía parece permanecer inmóvil, perpleja, pero solo porque deja los frutos de la victoria a sus hijas, las ciencias, mientras ella pasa de largo, con divina insatisfacción, hasta lo incierto e inexplorado. ¿Necesitaremos ser más técnicos? La ciencia es descripción analítica, la filosofía es interpretación sintética. La ciencia desea resolver el todo en partes, el organismo en órganos, lo oscuro en lo conocido. No indaga sobre los valores y posibilidades ideales de las cosas, ni sobre su significado integral y definitivo: se contenta con mostrar su realidad presente y su funcionamiento actual; estrecha con toda deliberación su mirada, limitándola a la naturaleza y al proceso de las cosas tal cual son. El científico es tan imparcial como la naturaleza en el poema de Turgenev: le interesa tanto la pata de una pulga como los esfuerzos creadores de un genio. Pero el filósofo no se contenta con describir el hecho: quiere cerciorarse de su relación con la experiencia en general, y llegar de esa forma a su significado y su valor. Armoniza las cosas en una síntesis de interpretación; trata de reconstruir mejor que antes esa gran maquinaria del universo que el científico inquiridor ha dividido en partes. La ciencia nos dice cómo curar y cómo matar; reduce el índice de mortalidad al menudeo, y luego nos da muerte al por mayor en la guerra. Únicamente la sabiduría, deseo estructurado a la luz de la experiencia total, puede decirnos cuándo hay que curar y cuándo matar. Observar procesos y fabricar medios es hacer ciencia; hacer juicio crítico y coordinar los fines es hacer filosofía. Y, como en estos días nuestros medios e instrumentos se han multiplicado más allá de los límites de nuestra interpretación y síntesis de ideales y fines, nuestra vida está llena de estruendo y furia, y carece de todo significado. Porque un hecho no es nada sino en relación con el deseo; no está completo sino con relación a un propósito y a un todo. La ciencia sin filosofía, los hechos sin perspectiva ni evaluación, no pueden salvarnos de los estragos y la desesperación. La ciencia nos da conocimiento, pero solo la filosofía puede darnos sabiduría. Específicamente, la filosofía representa e incluye cinco campos de estudio e investigación: la lógica, la estética, la ética, la política y la metafísica. La lógica es el estudio del método ideal para el pensamiento y la investigación: observación e introspección, hipótesis y experimento, análisis y síntesis; estas son las formas de la actividad humana que la lógica trata de entender y dirigir. Es un estudio tedioso para la mayoría de nosotros, y, sin embargo, los grandes acontecimientos en la historia del pensamiento son los adelantos hechos por el hombre en sus métodos para pensar e investigar. La estética es el estudio de la forma ideal o belleza, es la filosofía del arte. La ética es el estudio de la conducta ideal; el supremo conocimiento —decía Sócrates— es el del bien y el mal, el conocimiento de la sabiduría de la vida. La política es el estudio de la organización social ideal (no es, como alguien podría suponer, el arte y la ciencia de tomar posesión de un cargo y conservarlo); monarquía, aristocracia, democracia, socialismo, anarquismo, feminismo... he aquí los personajes del drama de la filosofía política. Por último, la metafísica (que se mete en tan serias dificultades por no ser, como las demás formas de la filosofía, un intento de coordinar lo real a la luz de lo ideal) es el estudio de la «realidad última» de todas las cosas, de la naturaleza real y suprema de la «materia» (ontología), de la «mente» (psicología filosófica) y de la relación recíproca entre la «mente» y la «materia» en los procesos de la percepción y el conocimiento (epistemología). Estas son las partes de la filosofía, pero desmembrada en esta forma pierde su belleza y su alegría. Debemos buscarla, no en su marchita abstracción y formalidad, sino revestida con la forma viva del genio. Debemos estudiar no simples filosofías, sino filósofos. Hemos de pasar nuestro tiempo con los santos y mártires del pensamiento, dejando que su radiante espíritu retoce en torno nuestro, hasta que por ventura también nosotros, en cierto grado, participemos de lo que Leonardo llamaba «el más noble de los placeres, la alegría de entender». Cada uno de estos filósofos tiene alguna lección para nosotros, si nos acercamos a él como conviene. «¿Sabe cuál es el secreto —se pregunta Emerson— del verdadero especialista? En todo hombre hay algo que me da la oportunidad de aprender de él, y por eso me convierto en su discípulo». Pues bien, ¡está claro que podemos tomar esta actitud ante las mentes maestras de la historia, sin ofender en nada nuestro orgullo! Además, podemos también halagarnos a nosotros mismos con aquel otro pensamiento de Emerson que dice que, cuando un genio nos habla, experimentamos una reminiscencia misteriosa de haber tenido nosotros mismos, en nuestra lejana juventud, de una manera vaga, ese mismo pensamiento que el genio expresa ahora, pero no tuvimos entonces la destreza o el valor para revisarlo de alguna forma y expresarlo abiertamente. En realidad, los grandes hombres nos hablan solo en la medida en que tenemos oídos y espíritu para escucharlos; solo en la medida en que hay en nosotros al menos las raíces de lo que ha florecido en ellos. También nosotros hemos tenido las experiencias que tuvieron ellos, pero no supimos exprimir sus secretos y sutiles significados: no fuimos sensibles a las armonías de la realidad que vibraban a nuestro alrededor. El genio, en cambio, escucha la armonía y la música de las esferas, sabe lo que Pitágoras quiso decir cuando afirmó que la filosofía es la música suprema. Escuchemos, pues, a estos hombres; estemos dispuestos a perdonarles sus errores pasajeros, y tengamos el ánimo presto para aprender las lecciones que ellos tanto desean impartir. «Sé pues razonable —decía el viejo Sócrates a Critón— y no te pongas a averiguar si los maestros de filosofía son buenos o malos, sino piensa únicamente en la filosofía misma. Trata de examinarla bien y sinceramente. Si fuese perversa, procura alejar a todos los hombres de ella. Pero, si fuese lo que yo creo que es, síguela y sírvela con ánimo alegre»

Will Durant, Historia de la filosofía, Arpa editorial. 

Let's be careful out there