jueves, 16 de noviembre de 2023

Allende el sumidero

Dos textos de uno de mis autores  imprescindibles para paliar el infecto olor a cloaca que emana y se extiende, espeso, saturado, grueso, macizo, desde los escaños convertidos en letrinas del Congreso de los Diputados de una vieja nación en vías de descomposicion y abandonada a su suerte,  en manos de una banda de criminales y forajidos a los que hemos elegido. Realmente repugnante.


Cuando se trata del Mediterráneo, como en casi todo lo demás, soy un ser paradójico: Hijo de una católica y de un protestante (pero un protestante de Toulouse en el que, en cierto modo, la austeridad de esta herejía del norte se ve contrarrestada por una forma de calidez meridional, el gusto por la buena mesa y el sentido del humor), nací en una meseta de granito, en Corrèze, en un dialecto, el patois lemosín, que pertenece a la langue d'oc y que se mezcló felizmente con el francés republicano. Una mezcla, pues, muy francesa en su universalismo, ya que Francia fue, después de Grecia y Roma, la tercera civilización de Occidente, antes del declive de Europa y de su embotamiento en la globalización americanizada. Es una mezcla que, para mí, encontró su plenitud en una infancia libanesa, al otro lado del Mediterráneo, y en la lengua árabe, que me permitió comprender muy pronto, primero intuitivamente, luego más activamente, una serie de cuestiones culturales, políticas, sociales y religiosas del mundo contemporáneo. Contrariamente a lo que se dice aquí y allá, no existen diferentes Mediterráneas; Aunque ha recibido diferentes nombres (el Gran Verde para los antiguos egipcios, el Hinder o Mar Occidental para los hebreos, Mare Nostrum, Nuestro Mar, para los romanos, el Blanco Mar Medio para los árabes, y los turcos lo llamaban Akdeniz, Mar Blanco o Mar Meridional, según el color que atribuyeran a este punto cardinal, siendo el Norte, el Oeste y el Este negro, rojo y verde respectivamente), hablar del Mediterráneo es engañoso: pretende hacernos olvidar tanto la definición más simple (el Mediterráneo existe donde crece el olivo) como el profundo movimiento de unificación civilizacional del que la zona mediterránea ha sido el centro, a través del comercio, los intercambios, las conquistas, las guerras y la dialéctica fundamental entre Oriente y Occidente, A grandes rasgos, abarca dos cuencas, la oriental y la occidental, separadas por aguas poco profundas entre Sicilia y Túnez, con mares interiores (el mar de Mármara, el mar de Creta, el mar Egeo, el mar Tirreno, el mar Jónico, el mar Adriático y, gracias a la historia y a ciertas similitudes geográficas, el mar Negro). En toda su diversidad, contrastes y opuestos, el Mediterráneo no es tanto una civilización en sí misma como un laboratorio que ha producido una civilización dual, o dos civilizaciones reflejadas: la de Europa y la de Oriente Próximo, de la que ha surgido gran parte de Europa a través del comercio, la filosofía y el arte. La originalidad civilizatoria se reorientó hacia otra parte, a partir del siglo XVI, gracias a la supremacía naval de Inglaterra y a la conquista del Nuevo Mundo por los íberos, y la economía se desplazó hacia el Atlántico, como hoy hacia el sudeste asiático, mientras que el arte resistió hasta mediados del siglo XX, gracias sobre todo a Francia, destronada en 1945 por Estados Unidos: Fue el precio a pagar por la liberación de Europa y el Plan Marshall: sólo la filosofía, la literatura y la música culta permitieron a Europa mantener la cabeza alta. La última corriente mediterránea que irrigó la cultura francesa y, por tanto, europea (ya que no podemos descuidar lo que debemos a los españoles, portugueses e italianos) tuvo lugar en la primera mitad del siglo XX, de Maurras a Valéry y Joë Bousquet, de Cézanne a Giono, de Maillol a Reverdy y Char, de Milhaud a Audiberti y Ponge, por no hablar de todos aquellos que vinieron a buscar en esta orilla o tierra adentro una luz que equivalía a una forma de paz: Van Gogh, Matisse, Bonnard, Picasso, de Staël, Fitzgerald, D.H. Lawrence, Katherine Mansfield, Gombrowicz, Delteil, Durrell, Miller, Graham Greene, la segunda mitad del siglo XX dio lugar a grandes obras, de Camus a Derrida, sin olvidar lo que se conoce como la francofonía, es decir, las obras escritas en francés por nativos no franceses de la cuenca mediterránea, Esto incluye antiguas colonias y protectorados, pero también territorios que no estaban sometidos a la política exterior francesa, como Egipto, Grecia (con filósofos que se exiliaron bajo el régimen de los generales a partir de 1967: Kostas Papaïoannou, Cornelius Castoriadis, Kostas Axelos, por ejemplo); por no hablar de Rumanía, no estrictamente mediterránea pero ampliamente latina en su lengua y su religón, y que dio a los franceses Istrati, Eliade, Cioran, Ionesco, Benjamin Fondane, Ilarie Voronca, Ghérasim Luca..... Hoy en día, la oposición entre Oriente y Europa es menos pronunciada, salvo (y no es poco) en el caso del islamismo, que, a pesar de las apariencias y del terrorismo que engendra, no puede considerarse más que un epifenómeno económico.
Las dos orillas del Mediterráneo están condenadas a llevarse bien, a mantener vivo lo que queda de la universalidad de sus respectivas aportaciones, que sin embargo están infinitamente amenazadas, si no arruinadas ya, por la globalización, que no es sino un Mediterráneo degradado. En cuanto a nosotros, los europeos, especialmente los del sur, sabemos que debemos nuestro nombre a la hija de un rey fenicio, Europa, cuyo hermano, Cadmos, introdujo en Grecia el alfabeto que dio origen al nuestro. Un hecho fundamental, tanto simbólica como materialmente. En este sentido, vayamos donde vayamos, y sea cual sea el poder del olvido y la frivolidad que despierta el materialismo contemporáneo, somos y seguiremos siendo, en mayor o menor medida, pueblos mediterráneos. La abundancia de libros dedicados a este tema lo demuestra, aunque rara vez sean buenos, con la excepción de los (si nos limitamos al siglo XX) de Fernand Braudel, Predrag Matvejevitch y algunos escritores, entre los que destacan D.H. Lawrence, Henry Miller, Paul Morand... En cuanto a mi relación personal, intelectual, memorial y sensual con el Mediterráneo, es inevitablemente unilateral, descuidando ciertos elementos en favor de otros: sólo el amor autoriza estos sesgos, estas lagunas, estas afinidades, estos silencios que son en realidad los medios tonos de la modestia y la preferencia.
Richard Millet, Dictionnaire amoureux de la Méditerranée, Ed Plon, Paris.


Ahora que tengo sesenta años, la edad en la que Sibelius empezó a callar, me siento más tentado que nunca a silenciar la inevitabilidad de lo inacabable, es decir, lo que se conoce como mi "obra", el posesivo que la rige me parece cada vez más extraño, y me siento casi ajeno al sentido de la responsabilidad que tiene un escritor por el cuerpo de sus libros. Intento averiguar si este silencio forma parte realmente de la obra, o si es sólo un lugar común posmoderno, una renuncia, quizá la huella necesaria de una impotencia que se disfraza hasta el punto de hacer de la ausencia de un libro el destino de la escritura. Esta pregunta me ha perseguido toda la vida. A los veinte años, creía, junto con algunos otros escritores que vivían a la sombra lejana de Maurice Blanchot, que el silencio de Louis-René des Forêts era literario, que ahí residía el secreto de la escritura, o incluso esta escritura del secreto que llamamos literatura, siendo escribir equivalente a poner a prueba, con diversos grados de brillantez, la vanidad de la palabra. Pronto me enteraría de que fue el dolor que sufría desde la muerte accidental de su hija lo que condenó a des Forêts al silencio. Éramos hijos de Le Bavard y de la gran neurosis postcristiana. Descendíamos de un falso silencio que nos condenaba a escribir no para callar, sino para aceptar, en el mejor de los casos, una forma de impostura con el valor del silencio, mientras temíamos encontrar la verdad de un silencio que nos habría ordenado callar. Susurramos. Murmurábamos. Seguíamos siendo niños. Sinceros impostores. No habíamos vivido. No habíamos creado, sufrido o incluso escrito de verdad. No sabíamos lo que suponía la muerte a la autoescritura y, más aún, a la publicación. Quizá queríamos sobre todo publicar, y esperar una gloria que no queríamos ver que ya se había ido. No sabíamos lo que era el fuego. A la larga, publicábamos libros y les prodigábamos un cuidado exagerado, creyendo que les dedicábamos la mejor parte de nuestras vidas. Puede que nos convirtiéramos en escritores, porque nunca fuimos Bartlebys, Chandoses u hombres del "underground", sino titiriteros, charlatanes impenitentes... Aún no me he librado de la idea de que todo esfuerzo literario no contenga un elemento de impostura, que no sea un eco interminable del grito con el que nos lanzamos al mundo y del que los escritores se hacen eco de siglo en siglo de diversas formas: ¿No escribimos para no desaparecer en este grito tanto como para entregarnos de sentido a través de la palabra justa o de la fórmula encarnada en un cuerpo en el que moriremos como los demás y sin saber más que ellos ni estar mejor armados que los que no habrán hecho ruido aquí en la tierra? Ciertas formas de autismo gobiernan mi existencia; producen, en particular, la autoconversación constante, la oración, el odio al ruido que me lleva a vivir, la mayor parte del tiempo, con tapones en los oídos, es decir, en mi propia semioscuridad. Sólo escribo para establecer una distancia generalmente silenciosa entre el mundo y yo, única condición para acoger a los demás, siendo de los que no creen en las virtudes de la inmediatez en la que, en medio del ruido babeliano e industrial, se daría la música del mundo (el mundo como melodía infinitamente perdida en su inaudible inmediatez). Soy mi propia fortaleza, al borde de un desierto más vasto que el de Siria. La ausencia de jinete es mi polvo, el viento del desierto la verdad de mis palabras, la nieve que cae en las alturas un vestido de gloria lamentable; y no vigilo a nadie más que a mí mismo, tanto como a una forma de ilusión. Más que nada, me hubiera gustado ser músico. Mis libros no son tanto la sombra de las obras que no habré compuesto como el medio por el que podré dar a la escritura las virtudes del silencio o del polvo, en una musicalidad que espero no sea demasiado indigna de los maestros que me permitieron ocupar mi lugar entre la música y la literatura. El silencio de Sibelius se había convertido para mí en algo tan mítico como el silencio de Rimbaud. Aunque lo sabía todo sobre la vida de Rimbaud, no quería saber nada más sobre Sibelius, cuya obra, además, tenía poca importancia en mi vida por aquel entonces, ya que mis gustos se inclinaban más hacia la música de cámara y el piano; me atuve a lo que consideré una decisión de guardar silencio, una especie de sacrificio; Las pocas obras que conocía de él parecían estar rodeadas, incluso justificadas por este silencio, cuyo mito, como en el caso de Forêts, sin duda inventé yo mismo... En general, nos gustan más los errores que la verdad, y las medias verdades que el resplandor de las pruebas.
En otros, sólo podemos apreciar la suma de aproximaciones y sueños que nos hacemos, siendo nosotros mismos sólo la suma de nuestras ilusiones, por no decir los errores a partir de los cuales dibujamos una máscara, un rostro social. Y ningún compositor, aparte de Verdi, tuvo un rostro tan público, político y nacional como Sibelius. La obra se juega en el secreto del rostro, frente a la figura impregnada de silencio, en la brecha entre el cuerpo que abandonamos a lo nacional, lo glorioso, lo social, y el silencio en el que renunciamos a él: la salvación (por ambigua que sea esta palabra, en el caso de Sibelius) llega a este precio: el traspaso del cuerpo mortal al de la obra tiene lugar en un silencio que es sin duda el secreto último, si no el único, de la obra. ¿Qué es el silencio? El secreto que se ha congelado, sellado entre el día y la noche. Una boca que se entreabre para contener lo que canta en su interior. La canción de la reticencia. Una plegaria que no pide nada. Lo que se alza en el silencio de las lenguas y se resiste a lo social tanto como a lo psicológico. El silencio es una máscara que revela la verdad del rostro. La verdad en la música está más allá de lo visible y también de lo sonoro. El susurro ininterrumpido de lo anterior. El reverso de toda máscara, relacionado con la inocencia del sonido. La ausencia de secreto como revelación locuaz y reticente. Una súplica irónica por lo imposible. La necesidad del secreto como sonido. Y estas paradojas, suaves o salvajes: una fuente de alegría.
Richard Millet, Sibelius, les cygnes et le silence, Ed. Gallimard

Let's be careful out there

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