lunes, 13 de noviembre de 2023

Satin Island

Turín es de donde  procede el famoso sudario, el que muestra el cuerpo de Cristo en posición supina tras la crucifixión: las manos cruzadas sobre los genitales, los ojos cerrados, la cabeza coronada de espinas. La imagen no es realmente visible en el lino desnudo. Sólo surgió a finales del siglo XIX, cuando algún fotógrafo aficionado miró el negativo de una foto que había hecho de la cosa y vio la figura: pálida y descolorida, pero ahí, no obstante. Sólo en el negativo: el negativo se convirtió en positivo, lo que significa que el propio sudario ya era, en efecto, un negativo. Unas décadas más tarde, cuando el sudario fue datado por radiocarbono, resultó que no era anterior a mediados del siglo XIII; pero esto no preocupó a los creyentes. Cosas así nunca lo hacen. La gente necesita mitos fundacionales, alguna huella del año cero, un perno que asegure el andamiaje que a su vez sujeta toda la arquitectura de la realidad, del tiempo: cámaras de la memoria y celdas del olvido, muros entre épocas, pasillos que nos arrastran hacia el fin de los días y el lo-que-sea venidero. Vemos las cosas veladas, como a través de un velo, de una pantalla demasiado pixelada. Cuando el plasma informe adquiere forma y resolución, como un pez que se acerca a nosotros a través de aguas turbias o una imagen que asoma a la vista desde un líquido nocivo en un cuarto oscuro, cuando empieza a fusionarse en una figura discernible, aunque cifrada, podemos decir: Esto es, agitándose, asomándose, incluso si no lo es realmente, si todo son manchas de tinta.

Un  aeropuerto en tránsito, paradigma del no lugar,  paradójicamente transformado en atractivo turístico, en el que U, una vez se ha expulsado de encima la multitud  y se ha quedado a solas, experimenta la revelación que le redimirá. El narrador en primera persona de la novela, conocido simplemente como U, es un etnógrafo consultor contratado por una influyente organización para recopilar datos en la promoción de un proyecto multitentacular para conseguir algún dominio estratégico e inquebrantable sobre el mundo. El cómo o el por qué de todo esto no está del todo claro, ni siquiera para U, mientras vuela en avión a conferencias internacionales o se entretiene en su oficina del sótano identificando memes y comportamientos retóricos globales, echando su ojo de antropólogo sobre los cereales del desayuno, el patinaje, los vertidos de petróleo, las misteriosas muertes de paracaidistas.
No desvelo nada si digo que no hay mucha trama ni, para el caso, interés humano. La exaltación por parte de U de lo genérico por encima de la experiencia individual paga dividendos negativos. Los cameos protagonizados por la novia gnómica de U y un colega informático con cáncer parecen etiquetados para cambiar de aires. Las declaraciones "visionarias" del supuestamente carismático jefe de U se desvían hacia la sátira. Resulta difícil imaginar mantener una conversación sobre el tiempo con cualquiera de ellos. El propio U no es un hombre que sufra de buena gana a la gente con opiniones corrientes.
 Hay una sensación de estar acorralado, de que los horizontes se estrechan a medida que la inutilidad de intentar saberlo todo se hace comprensiblemente evidente. Un modesto desenlace amenaza brevemente, pero incluso esa alfombra es arrancada de debajo de nosotros.
Ninguno de estos son "fallos", por supuesto. No se puede insistir en las reglas cuando éstas están siendo tan claramente destrozadas. Y quizá el principal propósito de McCarthy, después de todo, sea exponer como un engaño vacío la lastimosa necesidad del lector burgués de personajes seductores, cotas emocionales y cierre narrativo. Al menos en esto, podría decirse que nos tiene ganados. Siguen densos balbuceos de las narrativas de la teoría cultural, la tecnología, los saberes tribales, etc..., a partir de los cuales U debe compilar un Gran Informe que desentrañe los códigos subyacentes que rigen nuestra época. No se deja ningún manantial de aprendizaje sin explorar, mientras que la observación más común - la hebilla de un zapato, el círculo de amortiguación de la pantalla de un ordenador - es susceptible de desencadenar una disquisición postestructural sobre el tiempo y la memoria, o una lección sobre el funcionamiento del yodo o de los sistemas de ventilación.
Uno se pregunta con frecuencia qué tiene que ver esto o aquello con el precio del pescado, pero en el mundo del "avance paradigmático", como lo describe U, nada, al parecer, es irrelevante. Bajo su inquieto escrutinio, todo se conecta, los patrones emergen, las tendencias saltan a la vista, los temas se repiten, las cosas dispares se resuelven en una sola, a medida que la promesa de algún suprasentido va tomando forma. McCarthy tiene el cerebro y la imaginación para poner esto en marcha y hay algunas piezas de decorado deslumbrantes. Pero, ¿con qué fin? ¿Debemos deducir algo sobre la fe que depositamos en los gurús corporativos? ¿O sobre la vanidad de nuestra búsqueda de comprensión? ¿Las dos cosas? ¿Ninguna de las dos?

Más allá de los gustos personales, que no constituyen ningún criterio objetivo, es obvio que existen libros buenos, libros regulares y libros malos. Luego, existen unos pocos libros que no se adaptan a esta clasificación, que son, para bien o para mal, libros "diferentes", cuya calidad literaria no se agota  en una sola lectura; y cuando digo lectura no me refiero solamente al acto de leer, sino también, y sobre todo, a la percepción de todo aquello que el autor ha querido transmitir. Los clásicos que todos tenemos en mente formarían una categoría de este tipo de libros; en otra categoría, distinta pero asimilable, se encuentra Satin Island así como el resto de las novelas de Tom McCarthy.
 
 Turin is where the famous shroud is from, the one showing Christ’s body supine after crucifixion: hands folded over genitals, eyes closed, head crowned with thorns. The image isn’t really visible on the bare linen. It only emerged in the late nineteenth century, when some amateur photographer looked at the negative of a shot he’d taken of the thing, and saw the figure—pale and faded, but there nonetheless. Only in the negative: the negative became a positive, which means that the shroud itself was, in effect, a negative already. A few decades later, when the shroud was radiocarbon dated, it turned out to come from no earlier than the mid-thirteenth century; but this didn’t trouble the believers. Things like that never do. People need foundation myths, some imprint of year zero, a bolt that secures the scaffolding that in turn holds fast the entire architecture of reality, of time: memory-chambers and oblivion-cellars, walls between eras, hallways that sweep us on towards the end-days and the coming whatever-it-is. We see things shroudedly, as through a veil, an over-pixellated screen. When the shapeless plasma takes on form and resolution, like a fish approaching us through murky waters or an image looming into view from noxious liquid in a darkroom, when it begins to coalesce into a figure that’s discernible, if ciphered, we can say: This is it, stirring, looming, even if it isn’t really, if it’s all just ink-blots.

A estas alturas, puede que el lector avispado -un lector que necesita poner su plena atención en la lectura, porque el goteo de datos es constante, pero tan hábilmente camuflados entre el ruido de fondo que es fácil que se escape alguno, la relevancia del cual solamente se examinará con posterioridad- haya podido observar varias coincidencias: en primer lugar, el nombre del protagonista -“¿Yo? Llamadme U”-, U, fonéticamente pronunciado "you", significa "tú", un pronombre personal que denomina a la persona implicada en la lectura, al lector; por otra parte, el Proyecto Koob-Sassen, ese volátil e impreciso pero imprescindible y omnisciente Informe, tiene al menos un precedente en la literatura, la Acción Paralela de El hombre sin atributos, la novela de Robert Musil, el acontecimiento que debe organizar el protagonista, Ulrich, cuyo nombre comienza con la letra que designa a nuestro antropólogo, cambiando la legendaria Kakania -trasunto del Imperio Austro-húngaro previo a la Primera Guerra Mundial, anterior, pues, a la ruina- por el Nueva York de principios del siglo XXI, en el que la ruina ya tuvo lugar una soleada mañana de cierto 11 de septiembre; en ambos casos, y este es un extremo determinante, es mucho más fácil titular el trabajo que describirlo. Tal vez sea llevar demasiado lejos lo que no son más que leves indicios, pero las características de ambos eventos, su presencia en las narraciones, y la actitud de ambos protagonistas con respecto a ellos parecen revelar una relación más que casual. 
Sea como fuere, lo cierto es que Tom McCarthy escribe para mí, y Satin  Island es la titánica demostración de un talento único. McCarthy es una especie de estrella de la ficción contemporánea de nicho. Su ambiciosa epopeya vanguardista C, la historia de un joven en la época eduardiana movido por un interés extremo por las ondas de radio, fue preseleccionada para el premio Booker 2010. Ha sido alabado por Zadie Smith, y comparado con Joyce y Beckett, aclamado como el Thomas Pynchon británico - el tipo de escritores (y también se podría añadir a Don DeLillo, David Foster Wallace, incluso Nicholson Baker) dedicados a hacer que el proceso de lectura sea más contemplativo, o al menos más lento.
Con 176 páginas, La isla de Satén no es tan corta como parece. Apenas hay una página en la que uno no se encuentre saliendo a tomar aire - sí, a veces para admirar la prosa de capa y espada de McCarthy o para digerir alguna sorprendente intuición cerebral, pero a menudo sólo para preguntarse de qué está hablando. He respirado su prosa dilatando el tiempo entre intervalos de pausas dentro del concierto de Modena de Keith Jarret: soledad, silencio, libros, música: quién puede pedir más.

Let's be careful out there 



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