sábado, 25 de noviembre de 2023

Momentos extáticos pero sin duración

¿Por qué  las japonesas no tienen culo, o mejor dicho: por qué tienen el culo plano, y mi japonesa no?


Allá por el año 1955 John F. Kennedy escribió un libro que comenzaba: «This is a book about that most admirable of human virtues: courage» (Profiles in courage), lo cual fue un leitmotiv de su vida con el que yo sintonizo al 100%. Y lo hago porque forma parte de mi caracter detestar la queja y el victimismo, y porque estoy convencido de que para aspirar a vivir una vida buena es preciso extirpar toda índole de miedo. Ir por la vida sin miedo. Sin absolutizar siquiera ese proyecto. Sin absolutizar nada. Lo que Salvador Pániker llamaba «filosofía de la finitud». Y del margen. El arte de navegar la contradictoria espontaneidad, y digo contradictoria, porque la espontaneidad nunca puede ser premeditada. 
Tengo ya edad para ser un poco libre. Algunas ventajas, muy pocas, la verdad sea dicha, tiene hacerse viejo, decidir con quién y dónde no quieres estar nunca, esquinar a los imbéciles que (controlan que a su alrededor todo esté perfecta y verdaderamente muerto de formas diversas, que esto sí lo permiten : duplicar lo llamado real, un nihilismo homogenizado  y un aburrido sexo pret- à - porter pleno de recuentos incontables), disfrutar del placer de ver con claridad pese al avance irrefrenable de la miopía, y a defender a sangre y fuego una verdadera y total ligereza vital porque también la levedad como todo lo valioso , tiene un peso, y un precio. En resumidas cuentas, seguir apostando hasta el final por continuar jugando en el rechazo de una vitalidad de papel de seda, melaza sentimental compartida por inclusivos, resilientes, ecologistas trans, criminales amnistiados y demás mugrienta chusma en busca de subvenciones y prebendas, consciente de que el verdadero vitalismo no está protegido y de que la emboscadura conlleva riesgos. 
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Y llegó el tiempo en el que los hombres inventaron la lucidez, la virtud más fría de entre todas las virtudes frías. Dicen que fue antaño, y que ocurrió en Grecia — y que fue una estirpe de hombres impíos quienes la descubrieron. Llegamos a imaginárnoslos, a veces, pero tan pronto su rostro ambiguo nos es íntimamente familiar como terrible y extraño. Conocemos algunos de sus nombres, los de aquellos de quienes los poetas dieron memoria, como de una verdad que debía rescatarse para siempre del olvido. Conocemos también algunos de sus gestos: como el de Edipo ante la Esfinge... O las arrogantes palabras con las que Áyax desafía la tercería divina en favor de Troya: «¡Padre Zeus! Libra de la espesa niebla a los aqueos, serena el cielo, concede que nuestros ojos vean y entonces destrúyenos en la luz, si así te place». Palabras como éstas han resonado hasta hoy como emblema de nobleza de una tarea inagotable: ver. Y sí, alcanzar a ver, más lejos, más nítidamente, es una empresa que acarrea siempre consigo la posibilidad de ser destruido en la luz o por la luz: una jugada fatal baila sin cesar en su interior, cuando se agita el cubilete de los datos — es sabido. Y sin embargo, voces que nacieron en Grecia no han dejado de susurrarnos al oído que no hay cometido más noble en el que pueda empeñar su vida un ser humano: que ninguna otra virtud requiere más coraje, ni promete una mayor desolación. Pero lo que saben los humanos es sólo aquello que han sido capaz de ver.

Let's be careful out there 

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