martes, 4 de octubre de 2022

Keith Jarrett : la plenitud del vacío.

Olvidad lo aprendido, desprendeos del lastre de conocimientos sobrantes y vuestra ganancia se centuplicará.
Lao-Tse.

Desde el espacio cercado del Auditorio de la Opera de Bordeaux se vierte la inmensidad del mundo en todo su esplendor. La noche del 16 de julio  de 2016, el piano de Keith Jarret, una vez más, desplegó su incontenible fuerza acercando a nuestros labios ese Grial que nadie sabe lo que contiene pero que, cuando nos alejamos de él, sentimos, con la filosidad de una daga, que la alegria de existir se evapora, que dejamos de estar vivos para simplemente ser. 
La pasada noche, en el salón de mi casa,  toda la vastedad del genio de Allentow rasgó mi alma,  y es que el talento de Jarret lejos de formar parte de un mundo condenado a perecer prolonga y transmite la belleza que no muere.
 La música  de Jarret procede de un vacío y se dirige hacia él,  contiene en potencia todas las estructuras musicales que se prestan a la creacion. Por poner tres ejemplos, tanto en la primera parte como en la cuarta y la quinta, tras los ostinatos de la mano izquierda entrando en sintonía, los racimos de la mano derecha salen del teclado vigorosos, perlados, casi sin resistencia disolviéndolo todo en una sonoridad infinita.
En ese sentido se asemeja al verbo sagrado creativo que contiene todas las creaciones futuras y sus destinos. Su vacío es semejante a Dios. Jarrett escucha y sigue los tonos y sonidos que se deben a la forma en que juegan sus manos y de ahí parte el milagro.
El centro vacio de su genialidad  se asienta sobre la similitud paradójica entre el barroco de Bach y la absoluta libertad expresiva del jazz pues ambas estéticas parten de la idea de una realidad de similacros e ilusiones endebles cercana a su concepto de improvisación. Habituados a la cotidiana multitud de máscaras de fenómenos artificiales, la eternidad real de Jarret se convierte en fuente de luz, en una especie de modelo purificado del mundo armonizado que vive segun unas leyes más perfectas que el mundo y,  respecto al cual,  toda armonía justifica cada nota siempre que viva dentro de esa esfera y no en su superficie.
 Todas y cada una de las 13 partes del disco van detras del murmullo del mundo, libres de la agitación vana; al inicio la sombra de Mompou, luego, la oceánica quietud  de la parte 7, además, el blues, y al final, esos  tres  últimos fragmentos: fragmentos silenciosos, hambrientos, desnudos, esenciales, como si todo su fraseo buscase la blusa desabrochada de una mujer, esa trinidad en la que Jarret asienta la materialización concreta del vacío metafisico en el que se desborda todo el deseo de quien lo escucha. 
Que lo posible no es su elemento queda patente a lo largo y ancho de su homenaje a Andrew lloyd webber (parte 9) en donde Jarret navega en lo inconcebible, como el sol en lo irrespirable, con la boca de Barbra Streisand cerca de nuestro oído surrandonos " let the memory live again"; en esa humedad de hembra  que nos aproxima dentro de su sagrada oquedad, como una esfera más de la existencia, a la Ausencia como principio ontológico, y a la Nada como límite del tiempo y del espacio. La música de jarret ambiciona conocer ese no- lugar mientras aprende a mirarlo situandose dentro del mismo como parte integrante del él para dar cuerpo a sus formas: ese pozo metafísico donde el hombre está solo ante el universo.
Jarret nos acomoda en la oscuridad y en la desaparición en el absurdo, y en el caos, en una topografía que no es de este mundo aunque pronto se revela como el mapa misterioso de una conciencia superior hacia un camino inexpresable colmado de notas que son el alma en trance de la música pero no el trance mismo. Como de forma atinadísima escribió Le Monde: "una conciencia del tiempo fuera del ruido y del cansancio del mundo".

Let's be careful out there.