lunes, 18 de marzo de 2024

La poesía como reveladora del ser

Cuando miras un Rothko a 45 cm de distancia, te conviertes en color, te saturas totalmente de él como si fuera música. Los enormes murales de Mark Rothko son como los claros de un bosque.

R.Ferreira 

El drama nos conmueve,el conflicto  es un patrón inherente a la realidad. La armonía también nos conmueve, enfrentados como estamos con un desorden cada vez más inminente

Mark Rothko. 

Los claros del bosque, imagen originaria que en cierto momento se constituye en piedra de toque de la filosofía de José Ortega y Gasset, Martin Heidegger y María Zambrano, tiene en común en los tres filósofos el hecho de corresponder a una experiencia real: el encontrar un claro al deambular por un bosque. El bosque de Ortega y Gasset se inspira en la arboleda que rodea el Monasterio del Escorial cerca de Madrid, y se integra en su primer libro Meditaciones del Quijote, publicado en 1914. De Heidegger, también conocido como «el filósofo de la Selva Negra» que existe a las puertas de Friburgo, surge Holzwege en 1950, que reúne un conjunto de seis conferencias realizadas entre 1935 y 1946. Claros del bosque de María Zambrano, fechado de 1977, reúne los textos escritos entre 1964 y 1971, período en el cual la filósofa vivió en La Pièce, una pequeña localidad francesa junto a la frontera suiza. La casa donde vivió prácticamente aislada con su hermana Araceli (que allí murió y a quien el libro está dedicado) estaba rodeada de un bosque por donde la filósofa realizaba largos paseos. Sin embargo, importa dejar bien claro que no se pretende aquí establecer una conexión entre la teoría de la verdad en Ortega, Heidegger y Zambrano y establecer a partir de ella un vínculo entre sus pensamientos, sino más bien tomar el bosque y los claros del bosque como metáfora operante que ha podido originar horizontes de sentido bastante diferentes en los tres pensadores. 

1. αληθεια (aletheia) Imaginemos que nos adentramos en un denso bosque donde la luz tiene dificultades para penetrar. Mientras caminamos algunos árboles dejan de ser visibles y otros que estaban ocultos hasta ahora se presentan y así sucesivamente, sin que la mirada pueda nunca abarcar toda la arboleda. Debido a esta imposibilidad, dice Ortega: «El bosque verdadero se compone de los árboles que no veo», se escapa, tal y como las cosas insisten en no dejarse captar, parecen estar siempre un paso más allá de lo que vemos. El bosque representa entonces los diferentes planos de la realidad y, en consecuencia, los distintos modos de acceder a ella. Según el filósofo español, la efectividad de cualquier empresa cognoscitiva depende de la capacidad para reconocer los diferentes planos de la realidad sin pretender que algo de naturaleza oculta o latente se manifieste abierta o superficialmente. La metáfora del bosque en Ortega y Gasset expresa la función de lo que se manifiesta para dar cuenta de lo que no se manifiesta: «Se irá el bosque descomponiendo, desgranando, en una serie de trozos visibles. Pero nunca lo hallaré allí donde me encuentre. El bosque huye de los ojos"

Es precisamente para explicar esta concepción de αληθεια como revelación de una ocultación para lo que Heidegger utiliza la imagen del claro del bosque: En el centro del ente en totalidad existe un lugar abierto que es un claro. Pensado desde el ente es más existente que el ente. Este centro abierto no está circundado por el ente, sino que este centro claro rodea a todo ente como la nada, que apenas conocemos. El ente solo puede ser, en cuanto ente, si está dentro y más allá de lo iluminado por esa luz. Solo esta luz nos ofrece y nos garantiza un tránsito al ente que no somos nosotros y una vía de acceso al ente que somos nosotros mismos. Gracias a esta luz del ente está descubierto en ciertas proporciones que son cambiantes. Empero, solo en el espacio iluminado puede el ente estar él mismo oculto. Todo ente, al que hace frente y acompaña este espacio luminoso, guarda este raro antagonismo de la presencia, que se reserva siempre al mismo tiempo en una ocultación. La luz dentro de la cual está el ente es en sí, al mismo tiempo, ocultación.

 Nos encontramos en un modo de acceso a la verdad que consiste en desocultamiento y experiencia de la presencia, lo que solo es posible si hay algo, un ente, una cosa que se presenta. A su vez, para que cada cosa o ente se haga presente hace falta que se vuelva existente, esto es, que sea, que participe del ser. Así, todos los entes, conocidos o no, participan del ser. Sin embargo, cada ente que aparece oculta el ser aunque para él aluda al modo de una indicación. El ser nunca se da a ver, se manifiesta ocultándose cuando el ente se ofrece a la presencia, hecho en virtud del cual la presencia es en sí misma ocultación, mientras apunta al ser que no se da a ver, y, simultáneamente, revelación, mientras permite la visibilidad del ente. Luego, la verdad como αληθεια, según Heidegger, no es solamente des-velar, des-ocultar, sino que es, sobre todo, evidenciar que alguna cosa –el ser– se oculta. En este sentido, «la verdad es no verdad».

El claro del bosque es para Heidegger el lugar donde acontece la verdad pero esta verdad es también, simultáneamente, no-verdad en la medida en que apunta hacia aquello que se esconde. La αληθεια ejerce, entonces, esta función de apuntar hacia el encubrimiento congénito a todo el acto de pensar. En este punto el filósofo de la Selva Negra y el filósofo de El Escorial coinciden, pues Ortega define el bosque como «una suma de posibles actos nuestros» y enfatiza que «lo que del bosque se halla ante nosotros de una manera inmediata es solo pretexto para que lo demás se halle oculto y distante». Heidegger –para quien, αληθεια (aletheia) es al mismo tiempo, ocultación, escondimiento, sombra– se pregunta entonces por el elemento no conocido y no pensado que subyace a esa esencia de la verdad así entendida. Por haberse vuelto una expresión familiar en el vocabulario filosófico, Heidegger sospecha que se trata de una noción ya gastada, que olvida algo fundamental por basarse en un conjunto de presuposiciones de las cuales no nos damos cuenta; veamos: para que el objeto del conocimiento se pueda vincular a la presuposición que se enuncia, tiene que mostrarse en cuanto tal; dicho objeto no se encuentra en estado de desocultación ni está capacitado para acceder a ese estado por sí mismo; una presuposición se considera verdadera cuando se ajusta correctamente a lo desocultado; sin embargo, parece no existir tal cosa como lo «completamente desocultado». Volverse a eso no pensado es, según Heidegger, la tarea actual de la filosofía. 

Para María Zambrano, la verdad es interior, corresponde al descubrimiento que el hombre realiza de su propio ser, acontecimiento que solo ocurre en el claro del bosque. El objetivo de la filosofía zambraniana consiste precisamente en este despertar del hombre a su ser que habitualmente se le oculta. El hombre vive en un desconocimiento respecto a sí mismo que urge solucionar. El claro del bosque es para Zambrano un centro que se constituye en medio en el cual se vuelve posible al hombre acceder a su ser. Este acceso solo ocurre cuando se reúnen una serie de condiciones que, en Zambrano, también se encuentran simbolizadas en el claro del bosque. Sin embargo, no siempre se encuentran claros y pasear por un bosque no garantiza ese hallazgo. En Heidegger, la misma palabra Holzwege apunta hacia el no garantizado hallazgo del claro, pues se refiere a los caminos creados por los madereros que sirven para transportar fuera del bosque los árboles que cortaron. Estos caminos no conectan de ninguna forma el punto A con el punto B, son una especie de caminos perdidos que no conducen a ningún sitio, y nada garantiza tampoco que nos lleven hacia un claro. Transportando esta imagen a la actividad del pensamiento, puede significar que no siempre se constituye una apertura del punto de vista que vaya más allá de la presencia de los entes. Normalmente experimentamos la verdad solamente como adecuación entre un concepto y un dato, olvidando por completo que cualquier dato remite siempre y cada vez a algo de lo que participa y es su condición de posibilidad: el ser del propio ente. Habitualmente vivimos en una situación de doble ocultación: desconocemos las cosas y olvidamos que cualquier cosa apunta a algo que ella misma encubre, hecho en virtud del cual «la esencia de la verdad, es decir, la desocultación, está dominada por un rehusarse en el modo de la doble ocultación».Según Zambrano, el claro es un centro, un lugar intacto en el cual no siempre es posible entrar. Como en Heidegger, el punto de vista correspondiente al estado del claro del bosque no es frecuente ni habitual, sin embargo se diferencia de la concepción de αληθεια (aletheia) heideggeriana en que apunta a un ocultamiento que permanece impensado. Si, en Zambrano, encontrar un claro en el bosque no está garantizado por el simple hecho de pasear en él, esto se debe a una cuestión de método: es condición sine qua non para encontrar un claro el hecho de no buscarlo. Si se busca, se actúa y Zambrano defiende un método pasivo en el que el conocimiento se produzca al modo de un encuentro, de forma gratuita: «No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque». Si se aplica esta imagen al procedimiento filosófico lo que se requiere es la suspensión de la pregunta: «Suspender la pregunta que creemos constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al guía, a la presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma asfixiada por el preguntar de la conciencia insurgente, a la propia mente a la que no se le deja tregua para concebir silenciosamente, oscuramente también, sin que la interruptora pregunta la suma en la mudez de la esclava». La cuestión del ser asume, desde el principio, un planteamiento distinto en ambos pensadores, diferencia fundamental de la que la misma filósofa se da cuenta cuando afirma: «Extraña este comienzo de la filosofía de Heidegger; su planteamiento sobre la pregunta del “ser” reprochándole a la ontología de todos los tiempos el no haberla planteado a fondo. Pero, en realidad, el “ser” no ha sido la pregunta, sino la respuesta hallada por la filosofía, y toda la ontología ha partido de ella». En Zambrano el ser es la respuesta. Esta respuesta es encuentro. Para que el encuentro se produzca es necesaria una actitud de disponibilidad atenta, una actitud de acogimiento solo posible a través de la suspensión de la pregunta. La pregunta, como sabemos, es el instrumento de trabajo del filósofo; sin embargo, para Zambrano, se trata, justamente, de invertir este procedimiento habitual inquisitivo de la filosofía. Se propone, entonces, una actitud filosófica pasiva: la realización de una εποχη (epojé) de la pregunta. 

 2. Luz 

El claro es un espacio abierto y luminoso pero difiere de la luz en sí misma. Ortega y Gasset es el primero en postular la existencia de diversas especies de claridad referidas a distintos planos de realidad: «claridad de superficie» y «claridad de profundidad», que corresponden respectivamente al mundo considerado patente, o mundo de las puras impresiones, aquellas que se encuentran en primer plano y se nos imponen de forma casi violenta, como ocurre con los colores y sonidos, por ejemplo, y el denominado trasmundo, constituido por las estructuras de las impresiones latentes en relación con el primer plano, sin que con ello sean menos reales. Para alcanzar este trasmundo el hombre tiene que realizar un verdadero esfuerzo de voluntad y por ello la αληθεια (aletheia), en sentido orteguiano, coincide con el culminar de todo un proceso intelectual que al final produce una revelación que se da como una iluminación súbita. La filosofía tendría como función no el sumergirse en este fondo, sino más bien el traerlo a la superficie, hacerlo patente, manifiesto en aquello que define como una gigantesca voluntad de superficialidad que conduce a tornar patente, claro, manifiesto, todo lo que se hallaba latente o sumergido. Manifestar no es sino hablar –logos–, insiste: «si el misticismo es callar, filosofar es decir».Oponiéndose ferozmente al místico declara que la filosofía consiste en un «enorme apetito de transparencia»,en una «resuelta voluntad de mediodía». Este planteamiento orteguiano constituye uno de los momentos principales de la divergencia de caminos que separará definitivamente a María Zambrano de su maestro: la filósofa asume desde siempre una especial consideración por las zonas de tiniebla y oscuridad, ensanchando el horizonte del filosofar hacia estos territorios de sombra, mientras Ortega establece una barrera entre la oscuridad mística y la claridad filosófica. Para Zambrano, por el contrario, por un lado las fronteras entre misticismo y filosofía no están tan claramente definidas, y, por otro, la verdad no es el resultado de un gran esfuerzo metódico. De acuerdo con la filósofa, el momento de irrupción de la verdad es irreductible a todo método y a todo esfuerzo que se haga para alcanzarla; ese instante es siempre una dádiva, una ofrenda de la sabiduría. Mientras el conocimiento es el resultado de un método, la sabiduría es el fruto de una pasión, de un «padecer la verdad de la vida». La discípula se distancia una vez más de su maestro en lo que conlleva al instante de la revelación al afirmar que esta no coincide con el surgimiento de la verdad. Por el contrario, la verdad es preexistente, es el contacto con ella lo que se produce en un instante privilegiado, que mucho tiene de semejante al éxtasis místico. Buscar, perseguir la verdad es una tarea inútil pues ella, en realidad, «llega», «viene a nuestro encuentro como el amor, como la muerte». En realidad, la verdad está ahí desde siempre, son las deficiencias inherentes al punto de vista del sujeto lo que la encubre, son los prejuicios, las pseudo-comprensiones, en fin, la doxa platónica lo que obstaculiza este encuentro. ¿Qué hacer, entonces? Precisamente, no hay que hacer. No hay que hacer, no hay que preguntar. Sí hay que callar y sosegarse. La pasividad de la palabra poética, que respeta los lugares sombríos de las entrañas, no puede corresponder a un momento de luz brillante, de irrumpimiento súbito de la iluminación que provocaría dolor y heridas en las realidades en vías de nacer. Si en Ortega αληθεια (aletheia) corresponde a una claridad de mediodía, en Zambrano la verdad no es necesariamente luz, y cuando lo es se reviste de toda una serie de matices que incluyen la sombra: las condiciones ideales de acceso a la verdad ocurren en «la penumbra tocada de alegría». También para Heidegger el estado de apertura, el claro en sí mismo, es anterior a sus condiciones de luminosidad, es decir, la luz surge siempre ya después de esta apertura primordial. Es el claro lo que permite tanto la luz como la sombra, por consiguiente, el claro es el lugar abierto tanto para la presencia como para la ausencia. De acuerdo con el filósofo, el claro del bosque parece consentir el juego de lo luminoso con lo oscuro, el juego entre la luz y las sombras que adquiere una calidad lúdica también en Zambrano. Retomando la concepción heideggeriana, αληθεια (aletheia) es siempre la presentación de algo que se oculta, a lo cual solamente accedemos a través del medio abierto que el claro del bosque proporciona. Esta apertura primordial –la Lichtung– Heidegger considera que permanece impensada, por lo tanto, a ella la filosofía se debería dedicar de ahora en adelante. Este lugar de lo abierto en el que ser y pensamiento son el uno para el otro, así como son la una para la otra las sombras y la luz, como presencia y ausencia constituyen, de ahora en adelante, el territorio filosófico como estudio de sus condiciones de posibilidad. Precisamente por esta razón Zambrano pretende un método filosófico que permita concebir oscuramente, un método apenas posible en el claro del bosque, pues este claro, como para Heidegger, no es el espacio de la luminosidad por excelencia, sino más bien un espacio donde la luz y la tiniebla se hermanan para acoger al conocimiento. Este nuevo método zambraniano debe permitir descender a las profundidades abismales, a los infiernos donde reina la oscuridad para después subir de nuevo a la luz, pasando por todas sus gradaciones: el alba, esa claridad indecisa que es como un estadio intermedio entre noche y día, la aurora donde nace el color, y, por fin, la mañana. Este doble movimiento de descenso y subida realiza el desentrañarse del ser. Zambrano pretende un método que se haga cargo de todas las zonas de la vida y no solamente de aquellas a las que la claridad lógica abarca, pues, en primer lugar, el pensamiento no siempre sigue a la lógica y, por otra parte, la vida, por muy consciente y amante del conocimiento que pueda ser, no siempre está ocupada en la tarea de conocer. Como para Ortega, según Zambrano la vida humana conlleva una inmensidad de aspectos que no pueden reducirse a la vida teorética. En común con Heidegger, Zambrano presenta aquí la estrecha relación de la luz con la oscuridad, por un lado, y, por otro, la necesidad intrínseca de la constitución anterior de una apertura donde cualquier entidad se pueda hacer presente o ausente. 

3. Sonido 

El claro del bosque no es solamente un medio privilegiado de visibilidad sino también de audición. En el claro del bosque, el oído parece especialmente preparado para captar cierto tipo de conocimiento más sutil, pero no menos importante, pues «de oído se recibe la palabra o el gemido, el susurrar que nos está destinado». Esa calidad de sutileza auditiva, no menos que la densidad de los árboles con su inherente penumbra, confiere al bosque su halo de misterio. No es casualidad, nos dice Ortega, que los antiguos hayan «poblado las selvas de ninfas fugitivas». ¿Cómo darse cuenta, entonces, de tan frágiles y sutiles realidades que nada más son que un ligero temblor? Cuando las cosas alrededor callan por completo, la ausencia del rumor hace que el oído se dirija hacia dentro y se escuche entonces el pulsar del corazón, es innegable que uno está vivo. En Ortega la atención auditiva al rumor del bosque constituyó la antecámara de su descubrimiento fundamental: la vida como realidad radical. Es él uno de los primeros filósofos en darse cuenta de la discontinuidad existente entre la vida y la actividad intelectual, acusando el absurdo de tal situación. En consecuencia, se empeña en intentar solucionar el impasse en el que tanto el realismo como el idealismo, incluyendo el idealismo trascendental kantiano, habían desembocado, intentando superar la contradicción entre ambos. Semejante empresa se desarrolló en dos momentos principales: primero Ortega rehace el concepto de ser, dejando de atribuirle la que fue desde siempre su característica fundamental, a saber, su naturaleza fija e inmutable. Sea lo que sea, este tan complejo concepto posee, de acuerdo con el filósofo, una naturaleza dinámica. En un segundo momento, Ortega analiza el pasaje del realismo al idealismo y la supremacía de este último que, a su entender, urge superar. El realismo antiguo, o la creencia aproblemática en la realidad del mundo exterior, dejó de ser posible desde el momento en el que el hombre se dio cuenta de la existencia de la realidad primordial de la conciencia. Desde entonces, el idealismo ganó proporciones cada vez más grandes hasta el punto de hacer peligrar la salud humana, debido a la desconfianza ontológica que se instala. La originalidad orteguiana se inscribe, justamente, en este segundo momento en el que el idealismo dominaba. Sin perder el estado de intimidad del yo que el descubrimiento de la conciencia había venido a proporcionar, era urgente fundamentar de modo vigoroso la legitimidad del mundo exterior. Era necesario derrotar los análisis fenomenológicos, que considera paradójicos, según los cuales las cosas tan solo eran contenidos de la conciencia. A partir de la correlación permanente entre el «yo» –subjetividad– y el mundo –objetividad–, Ortega concluye que la verdad radical consiste en esa coexistencia entre el sujeto y el mundo, un mundo que le surge como su vida, vida que es ese acontecer de la presencia, ese ver cosas, sentir, querer, moverse, etc. Todo esto que surge espontáneamente como «mi vida» constituye para Ortega la realidad radical. Este descubrimiento orteguiano de la vida como realidad radical produce una mudanza de perspectiva no menos importante que la que se realiza con el giro de la cabeza desde la pared de las sombras hacia el camino ascendente hacia el sol en el mito de la caverna de Platón. La filosofía no puede continuar ejerciéndose contra la vida porque ella misma es ontológicamente menor: la filosofía es apenas un modo de ser, un modo de darse dentro de algo bastante más grande a lo que llamo «mi vida». Para dar cuenta de ella es necesario un nuevo tipo de razón, una razón que acoja la no permanencia inherente a todo vivir: una razón vital. En vez del «pienso, luego existo» de Descartes, que postula el primado de la res cogitans sobre la res extensa, tenemos, en Ortega, el primado del «martilleo del corazón» y la irrefutable verdad de la vida. Según Heidegger lo abierto de la Lichtung no es solamente el lugar abierto para la luz y para la sombra, sino también lo abierto para la voz y todo aquello que produce sonido; la presencia o la ausencia, tal como en Ortega, son también sonoras: «Sin embargo, lo abierto no está libre tan solo para la luz y para la sombra, sino igualmente para la voz que repercute y cuyo eco va perdiéndose, y para todo aquello que suena y que resuena y cuyo sonido va extinguiéndose. La Lichtung es el claro o lugar despejado para la presencia y para la ausencia». De acuerdo con el filósofo, la poesía entendida en sentido etimológico, como poiesis o acción creadora, tiene la capacidad de hacer acontecer lo abierto –el claro del bosque– en lo no existente. Todo arte es, en esencia, poesía, pues «la verdad como iluminación y ocultación de lo existente, sucede al poetizarse. Todo arte es como hacer suceder la llegada de la verdad de lo existente; como tal es por esencia poesía. [...] lo que la poesía despliega de desocultamiento en el esbozo iluminador y lanza de antemano en la escisión de la figura, es lo abierto que ella hace acaecer y precisamente de suerte que es ahora cuando lo abierto en medio de lo existente hace brillar y sonar lo existente».También para Zambrano es el claro lugar de la escucha, lugar de la voz y no solo de la visión: «Y se recorren también los claros del bosque con una cierta analogía a como se han recorrido las aulas. Como los claros, las aulas son lugares vacíos dispuestos a irse llenando sucesivamente, lugares de la voz donde se va a aprender de oído [...]». La analogía que establece la filósofa entre los claros del bosque y las aulas se basa en la suspensión de la pregunta de la cual ya hablamos anteriormente. Nos dice Zambrano que al claro del bosque no se va a preguntar, como tampoco va a clase el buen estudiante para preguntar. La pregunta tiene ya una orientación pre-definida y al claro del bosque solamente llega quien está disponible, quien no pone condiciones, quien nada espera y está dispuesto a permanecer en silencio. Por otra parte, la analogía con la voz y con las clases se establece a través de la discontinuidad de la atención: «[...] la palabra perdida que nunca volverá, el sentido de un pensamiento que se partió. Y queda también en suspenso la palabra, el discurso que cesa cuando más se esperaba, cuando se estaba al borde de su total comprensión. Y no es posible ir hacia atrás». La incapacidad de mantener la atención podría considerarse un fallo, un defecto más a añadir al ya de por sí precario ser humano, pero para Zambrano el desfallecimiento de la atención no es necesariamente un fallo, por el contrario, es esa quiebra lo que permite que otro modo de saber se manifieste y el hombre se embeba en él. Aprender de oído es más inmediato que a través de la palabra escrita. La filósofa, a semejanza de Platón, apunta aquí a las ventajas de la oralidad en detrimento de la escritura que está apenas a medio camino, el lector tendrá que andar la otra mitad. En el lenguaje hablado la vitalidad del discurso, la cadencia, la entonación, incluso el timbre de la voz, van directamente al encuentro de aquel que escucha, mientras que la escritura mantiene una rigidez inanimada, una frialdad que el lector tendrá que superar, devolviendo el sonido al texto que lee. El habla, y por lo tanto el escuchar, son más fieles a la vida: «Discontinuidad irremediable del saber de oído, imagen fiel del vivir mismo, del propio pensamiento, de la discontinua atención, de lo inconcluso de todo sentir y apercibirse».

De acuerdo con la filósofa la revelación ocurre en un momento privilegiado, en el cual el sujeto consigue acceder a sí mismo, sentir que la realidad se le ofrece porque establece con ella un contacto primigenio, el contacto con lo sagrado, con la physis anterior a todo concepto. En este instante privilegiado el sujeto entra en comunión con el todo y es él mismo uno con ese todo, pues todos los límites se fusionan y se percibe que, verdaderamente, nada está separado, aunque habitualmente lo vivamos de ese modo. Ese instante es anterior a la palabra pues no existen nombres cuando tampoco existen realidades configuradas, limitadas. Pero el momento de la revelación es también el momento de la creación por la palabra: después del contacto con lo indiferenciado, con la fuente desde la cual todo brota, el hombre habla. Es la palabra manifestándose, creando existencia, creando mundos a través de la mediación humana. La verdad, en este caso, consiste en este balbuceo, en esa palabra anterior a la inteligencia y a la intención, «[...] la palabra en vías de decirse, de tomar cuerpo». Esta es la palabra poética, porque solo ella es capaz de sintonizar con el ritmo propio y ajeno, dándose cuenta del aletear de las cosas a punto de nacer, sin forzar el acontecimiento de la presencia. La palabra poética acoge, se deja impregnar pasivamente por lo que viene hasta ella, y solo después, manteniéndose fiel, ajustada a esa experiencia, se atreve a expresarla. La poesía se convierte en método de acceso a la verdad, sin embargo, mientras que para el filósofo alemán, la verdad ocurre en la poesía en sentido lato, como actividad creadora, como arte en general, para Zambrano, si bien la actividad creadora desempeña una importante función en su método, el rol de la poesía es aquí entendido en sentido estricto. La razón poética consiste en un modo de acceso en el que la palabra poética, por su naturaleza musical, crea las condiciones necesarias para que se pueda acceder a un determinado tipo de realidades de otro modo inabarcables. Solo el claro del bosque se constituye en medio en el cual significante y significado son uno solo, conocimiento y vida ocurren sin distinción entre ambos: «los claros del bosque ofrecen, parecen prometer, más que una visión nueva, un medio de visibilidad donde la imagen sea real y el pensamiento y el sentir se identifiquen sin que sea a costa de que se pierdan el uno en el otro o de que se anulen». Es en el claro donde el ser recibido del hombre se le revela, se produce una sincronización entre su tiempo interior y su tiempo exterior, vida y sabiduría producen un acorde unísono.

Para Monique Dorang, una de las críticas especializadas en la obra de Zambrano, Claros del bosque plantea el acercamiento a la divinidad de parte de la filósofa malagueña, un acercamiento que está basado en un saber de experiencias con connotaciones místicas, de manera que la ontología que Zambrano propone es el resultado de un descifrar el sentir sobre el ser oculto. En esta misma línea, apostilla Ana Bundgaard que en Claros del bosque se inscribe la mística de la penumbra y de la metafísica y, por consiguiente, este libro expone múltiples reflexiones en torno al misticismo como creencia y como expresión poética, además de presentar una suerte de ideología o cosmovisión, ya que si bien la mística sucede dentro del alma, también está fundada en la naturaleza propia del hombre y en modo alguno es ajena a lo humano. 

El místico para Zambrano es un verdadero revolucionario que se autodestruye mediante un doloroso proceso de autofagia y da como resultado a la otredad en su interior, a la heterogeneidad que conduce a la divinidad.  Claros del bosque presenta, en opinión de Ana Bundgaard, una vuelta atrás en relación a la filosofía de Heidegger ya que los temas centrales del libro revelan la emergencia del ser del ente ante la existencia, al tiempo que se acerca al género literario de la confesión y de la guía, tan frecuentados por Zambrano. Esta obra intenta mostrar cómo crear «claros» en la conciencia para que sucedan visiones de lo que está oculto, o, parafraseando a Heidegger, el ser oculto se hace ver en imágenes y destellos, que han de ser recogidos en unidad por el sentimiento originario. Afirma Zambrano que «El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos». En suma, nos encontramos ante una obra que dialoga con la mística, la filosofía racionalista y la mitología, pero también con la filosofía órfica y gnóstica, y en la que la poesía juega un papel insoslayable como reveladora del ser.

Anton Bruckner, Sinfonía N°9 , Teodor Currentzis , SWR Symphonieorchestra

Let's be careful out there 


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