Carlos de Oliveira, Uma abelha na chuva.
La abeja se vio atrapada por la lluvia: golpes, pulsaciones, hebras de lluvia que la enredaban, golpes del viento que dañaban su vuelo. Golpeó el suelo con las alas y un golpe más fuerte la pisoteó. Se arrastró por la grava, luchó, pero el vórtice se la llevó finalmente con las hojas muertas"
Traducción, R.Ferreira
Álvaro Rodrigues Silvestre vive un matrimonio fracasado y estéril, generado por la conveniencia de viejos intereses familiares, en la pequeña aldea de Montouro, una zona provinciana donde todas las biografías se cruzan y se entrecruzan. En un otoño lluvioso y fangoso, las vidas de los protagonistas de Uma Abelha na Chuva se hunden en un trágico ciclo de mentiras, venganzas y amores frustrados que deja al descubierto la estructura social de un Portugal pobre e indigente del siglo XX. Estrenada en 1953, es una obra esencial del neorrealismo portugués, que marcó el reconocimiento literario de Carlos de Oliveira, y que en 1971 dio lugar a la película homónima del director Fernando Lopes.
Enorme y dura, Una abeja bajo la lluvia, es un hermoso documento literario sobre la pequeña burguesía portuguesa, y nos brinda el privilegio de entrar en contacto con una elaboración estética muy sofisticada. Esta sofisticación, engendrada por el uso de exquisitos recursos simbólicos, hace de esta una de las obras cumbre del neorrealismo portugués en la que no faltan temas claves , como la opresión, la toma de conciencia y/o la alienación de la clase obrera.
Pelas cinco horas duma tarde invernosa de outubro, certo viajante entrou em Corgos, a pé, depois da árdua jornada que o trouxera da aldeia do Montouro, por maus cami- nhos, ao pavimento calcetado e seguro da vila: um homem gordo, baixo, de passo molengão; samarra com gola de raposa; chapéu escuro, de aba larga, ao velho uso; a camisa apertada, sem gravata, não desfazia no esmero geral visível em tudo, das mãos limpas à barba bem escanhoada; é verdade que as botas de meio cano vinham de todo enlameadas, mas via-se que não era hábito do viajante andar por barro- cais; preocupava-o a terriça, batia os pés com impaciência no empedrado. Tinha o seu quê de invulgar: o peso do tronco roliço arqueava-lhe as pernas, fazia-o bambolear como os patos: dava a impressão de aluir a cada passo. A respiração alterosa dificultava-lhe a marcha. Mesmo assim, galgara duas léguas de barrancos, lama, invernia. Grave assunto o trouxera decerto, penando nos atalhos gandareses, por aquele tempo desabrido.
Havia sobre a vila, ao redor de todo o horizonte, um halo de luz branca que parecia o rebordo duma grande concha escurecendo gradualmente para o centro até se condensar num côncavo alto e tempestuoso. Ameaçava chover. O vento ia descoalhando as nuvens e abria caminho à grossa chuvada que a tarde esperava.
O homem cruzou a praça devagar, entrou no Café Atlântico e sacudiu as botas com cuidado no capacho de arame. Sentou-se, pediu um brandy e engoliu-o dum trago. Na sua lentidão natural era a única coisa que fazia com alguma pressa. Encostava o cálice à boca bem aberta, imo- bilizava-o um momento e de seguida, num golpe brusco, atirava o brandy à garganta. Repetiu a operaçāo segunda e terceira vez. Pagou e saiu. Atravessou de novo a praça, batendo pausadamente o tacão das botas, deixando cair os últimos pingos de lama, e dirigiu-se à redação da Comarca de Corgos, sempre no mesmo passo oscilante e pesado, como se o levasse a custo o vento que arrastava no chão as folhas quase podres dos plátanos.
O escritório do Medeiros, diretor da Comarca, era escuro e desconfortável; uma vulgar secretária de pinho, dois ou três cadeirões com almofadas de palha, um quebraluz de missanga na lâmpada do teto e montes de jornais aos cantos; cheirava a pó como num caminho de estio.
-Sente-se, faz favor.
O visitante sentou-se e, abrindo a carteira, tirou uma folha de papel cuidadosamente dobrada:
-Para sair no próximo número do jornal, se puder ser. Pago o que for preciso.
O Medeiros desdobrou o papel, desfez-lhe os vincos um a um com a unha enorme do polegar, a unha da viola, e pôs-se a ler. Daí a nada, erguia os olhos assombrado:
- E quer o senhor que eu lhe estampe uma coisa destas na Comarca?
O outro baixou o rosto inexpressivo:
-Exatamente.
Afastou a papelada da secretária para os lados como se lhe faltasse o ar, afeiçoou melhor os óculos ao nariz afilado, e na esperança de ter confundido as coisas começou a ler o documento outra vez. Mas não. Ali estava de facto exarada a tinta verde, numa caligrafia de mão pouco segura, a confissão pasmosa:
Eu, Álvaro Rodrigues Silvestre, comerciante e lavrador no Montouro, freguesia de S. Caetano, concelho de Corgos, juro por minha honra que tenho passado a vida a roubar os homens na terra e a Deus no céu, porque até quando fui mordomo da Senhora do Montouro sobrou um milho das esmolas dos fes- teiros que despejei nas minhas tulhas.
Para alguma salvaguarda juro também que foi a instigações de D. Maria dos Prazeres Pessoa de Alva Sancho Silvestre, minha mulher, que andei de roubo em roubo, ao balcão, nas feiras, na soldada dos trabalhadores e na legítima de meu irmão Leopoldino, de quem sou procurador, vendendo-lhe os pinhais sem conhecimento do próprio, e agora aí vem ele de África para minha vergonha, que lhe não posso dar contas fiéis.
A remissão começa por esta confissão ao mundo. Pelo Padre, pelo Filho, pelo Espírito Santo, seja eu perdoado e por quem mais mo puder fazer.
A las cinco de una invernal tarde de octubre, cierto viajero entró a pie en Corgos, tras el arduo viaje que le había llevado desde la aldea de Montouro, a través de malos caminos, hasta el empedrado y seguro asfalto de la ciudad: Un hombre gordo, bajo, de paso perezoso; una zamarraa con el cuello raído; un sombrero oscuro, de ala ancha, a la antigua usanza; una camisa ajustada, sin corbata, que no desmerecía la pulcritud general visible en todo, desde sus manos limpias hasta su barba bien cuidada; es cierto que sus botas de medio tobillo estaban embarradas, pero se notaba que el viajero no estaba acostumbrado a caminar sobre un barrizal; le preocupaba el terreno, golpeaba con los pies impacientemente sobre los adoquines. Había algo inusual en él: el peso de su torso rollizo arqueaba sus piernas, le hacía contonearse como un pato: se sentía como si fuera a desplomarse a cada paso. Su pesada respiración le dificultaba la marcha. Aun así, había escalado dos leguas de barrancos, barro e invierno. Era un asunto serio el que le había traído hasta aquí, surcando los atajos de Gandhara en aquellos duros tiempos.
Por encima de la ciudad, en todo el horizonte, había un halo de luz blanca que parecía el borde de una gran concha, oscureciéndose gradualmente hacia el centro hasta condensarse en un cóncavo alto y tormentoso. Amenazaba lluvia. El viento desprendía las nubes y dejaba paso a la fuerte lluvia que esperaba la tarde.
El hombre cruzó la plaza despacio, entró en el Café Atlántico y sacudió las botas con cuidado sobre el tapete de alambre. Se sentó, pidió un brandy y se lo bebió de un trago. En su lentitud natural, fue lo único que hizo con cierta prisa. Se llevó la copa a la boca abierta, la inmovilizó un momento y luego, con un golpe brusco, se echó el brandy a la garganta. Repitió la operación una segunda y una tercera vez. Pagó y se marchó.
Cruzó de nuevo la plaza, golpeando lentamente los tacones de sus botas, dejando caer las últimas gotas de barro, y se dirigió hacia la redacción de la Comarca de Corgos, siempre con el mismo paso bamboleante y pesado, como si se dejara llevar por el viento que arrastraba por el suelo las hojas casi podridas de los plátanos.
El despacho de Medeiros, director de la Comarca, era oscuro e incómodo; un escritorio ordinario de pino, dos o tres sillones con cojines de paja, un rompedor de cuentas en la lámpara del techo y montones de periódicos en los rincones; olía a polvo como una carretera de verano.
-Siéntese, por favor.
El visitante se sentó y, abriendo su cartera, sacó una hoja de papel cuidadosamente doblada:
-Para aparecer en el próximo número del periódico, si le parece bien. Pagaré lo que haga falta.
Medeiros desdobló el papel, deshizo las arrugas una a una con la enorme uña de su pulgar, la uña de su guitarra, y empezó a leer. Luego levantó la vista, asombrado:
- ¿Y quiere que estampe algo así en la Comarca?
El otro bajó su rostro inexpresivo: -Exactamente.
Movió el papel de lado como si le faltara el aire, ajustó mejor las gafas en su nariz afilada y, con la esperanza de haber confundido las cosas, empezó a leer de nuevo el documento. Pero no. Allí estaba, en efecto, escrito en tinta verde, con una caligrafía que no era muy segura, la asombrosa confesión:
Yo, Álvaro Rodrigues Silvestre, comerciante y agricultor en Montouro, parroquia de S.Caetano, ayuntamiento de Corgos, juro por mi honor que me he pasado la vida robando a los hombres en la tierra y a Dios en el cielo, porque incluso cuando era mayordomo de la Senhora do Montouro sobraba un maíz de las limosnas de las fiestas que metía al buche
Juro también que fue por instigación de D. Maria dos Prazeres Pessoa de Alva Sancho Silvestre, mi mujer, que fui de robo en robo, en la barras de los bares, en las ferias, en la soldadesca de los jornaleros y en la hacienda de mi hermano Leopoldino, de quien soy procurador, vendiéndole los pinares sin que él lo supiera, y ahora viene de África para mi vergüenza, y no puedo darle cuenta de la verdad.
La indulgencia comienza con esta confesión al mundo. Por el Padre, por el Hijo, por el Espíritu Santo, que se me perdone, y por quien pueda hacerlo por mí.[...]
O boato é um vício detestável, sobre ser pecado de arrastar as almas às portas do inferno. E porquê? Porque gera a calúnia e a calúnia engendra a infâmia e das infâmias há-de Deus pedir-nos contas quando chegar a hora" (OLIVEIRA. P, 177).
El chismorreo es un vicio detestable, un pecado que arrastra a las almas a las puertas del infierno. ¿Por qué? Porque genera calumnia y la calumnia engendra infamia, y Dios nos pedirá cuentas de la infamia cuando llegue el momento". (OLIVEIRA p,177)
Let's be careful out there
No hay comentarios:
Publicar un comentario