viernes, 22 de septiembre de 2023

A Praia das Maçãs


"Quando o mundo estiver unido na busca do conhecimento, e não mais lutando por dinheiro e poder, então nossa sociedade poderá enfim evoluir a um novo nível."


Leyendo uno de los artículos del libro de crónicas del maestro Antonio Lobo Antunes, me ha atravesado una sensación de atmósfera irrespirable, de cerco similar al que nos adentramos lentamente sin oponer ninguna oposición.

E então no princípio de agosto íamos para a Praia das Maçãs. Tudo começava como a partida, em sobressalto de fuga, de aristocratas russos a seguir à revolução de dezassete: tiravam-se os reposteiros e as cortinas, enrolavam-se os tapetes, cobriam-se os sofás de lençóis brancos, desprendiam-se os quadros das paredes que mostravam rectângulos mais claros pendurados de grampos, embrulhavam-se os castiçais, os talheres, os bules e as salvas de prata em jornais, a casa aumentava de tamanho e os sons ganhavam a amplitude de explosão de passos em garagem à noite, vinha uma camioneta carregar frigorífico, bagagem e criadas que seguiam logo de manhã, antes de nós, para o exílio das férias, e à tarde os meus pais embarcavam as crias que lutavam no banco de trás por um lugar à janela, entre lágrimas, pontapés e queixinhas, excepto o meu irmão mais novo que de pé no assento com o babete ao pescoço e um Pluto de borracha apertado no peito ia acenando adeuses, de Benfica a Sintra, aos automóveis que nos seguiam.
Depois de Colares os adeuses tornavam-se impossíveis por culpa do nevoeiro: percebiam-se a custo telhados de chalés e cumes vagos de pinheiros numa bruma desfocada, o mar invisível chiava um mecanismo ferrugento de berço, alcançávamos ao anoitecer uma vivenda desconhecida e húmida, cercada de arbustos horrivelmente tristes que as ondas se esqueceram de levar, adormecíamos em cobertores molhados com a ronca do farol a baralhar-nos os sonhos, e no dia seguinte, às nove da madrugada, a nossa mãe, em roupão, vinha ao convés do jardim observar o nevoeiro com um sobrolho de almirante, garantia 
      – Depois da uma levanta 
      e nós, os filhos, de panamá na cabeça, submersos em cascas concêntricas de casacos de malha, parecidos com os automobilistas vestidos de urso do princípio do século, marchávamos a tiritar, em fila indiana, pastoreados pela criada, de nariz roxo de frio, até à praia em que se distinguiam os iglus de um ou dois toldos imprecisos, icebergues à deriva e os meninos-pinguins de uma colónia de férias guinchando como leitões a esbracejarem de susto, que banheiros-esquimós agarravam à força para os mergulharem de golpe, num clima de aurora boreal, entre calhaus de gelo e esqueletos de exploradores polares.
Sentados na areia, arrepiados de gripe, de pás, baldes de plástico e formas de bolo inúteis, reconhecíamo-nos uns aos outros pelo ímpeto da tosse e pela tonalidade dos espirros, e no Instituto de Socorros a Náufragos acumulavam-se, nas mesas de pedra dos afogados, moribundos de pneumonia com tantos casacos de lã e tantos panamás como nós. Às onze, quando das bandas da serra embuçada em películas cinzentas crescia um bocadinho de castelo a nossa mãe descia à praia, descalçava-se junto à estaca de toldo onde se amontoava um cone de sandálias, abria o Paris-Match e perguntava radiante, apontando em triunfo uma nesguita de ameias 
      – Eu não disse que daqui a nada levantava?
   distribuindo a cada um embalagens de aspirina.
       Nunca mais voltei à Praia das Maçãs.

António Lobo Antunes, Livro de Crónicas, 5.ª ed., Lisboa, Dom Quixote, 2002

Luego, a principios de agosto, fuimos a Praia das Maçãs. Todo empezó como la marcha de los aristócratas rusos tras la decimoséptima revolución: se quitaron las cortinas, se enrollaron las alfombras, se cubrieron los sofás con sábanas blancas, se retiraron los cuadros de las paredes, que mostraban rectángulos más claros colgados de grapas, los candelabros, cubiertos, teteras y salseras de plata se envolvieron en periódicos, la casa creció en tamaño y los sonidos ganaron la amplitud de pasos que estallan en un garaje por la noche, vino un camión a cargar el frigorífico, el equipaje y las criadas que partían a primera hora de la mañana, antes que nosotros, hacia su exilio vacacional, y por la tarde mis padres cargaban a los niños que se peleaban en el asiento trasero por un asiento en la ventanilla, entre lágrimas, patadas y quejas, excepto mi hermano pequeño que, de pie en el asiento con el babero alrededor del cuello y un Pluto de goma agarrado al pecho, decía adiós desde Benfica a Sintra a los coches que nos seguían.
Después de Colares, las despedidas se hicieron imposibles a causa de la niebla: apenas podíamos distinguir los tejados de los chalés y las vagas copas de los pinos en una bruma borrosa, el mar invisible hacía sonar un mecanismo de cuna oxidado, llegamos al anochecer a un chalé desconocido y húmedo, rodeado de arbustos horriblemente tristes que las olas se habían olvidado de llevarse, nos dormíamos sobre mantas mojadas con los ronquidos del faro revolviendo nuestros sueños, y al día siguiente, a las nueve de la mañana, nuestra madre, en bata, salía a la cubierta del jardín para observar la niebla con una ceja de almirante, asegurándonos que estaría allí
   - Después de la una se levanta 
  y nosotros, los niños, con panamas en la cabeza, sumergidos en corazas concéntricas de cárdigans, con el aspecto de los automovilistas vestidos de oso de principios de siglo, marchamos en fila india, pastoreados por la criada, con la nariz amoratada por el frío, hasta la playa donde se divisaban los iglús de uno o dos toldos imprecisos, icebergs a la deriva y los niños pingüinos de una colonia de vacaciones que chillaban como lechones asustados, a los que los sanitarios esquimales agarraban a la fuerza para sumergirlos en el agua, en una atmósfera de aurora boreal, entre guijarros de hielo y esqueletos de exploradores polares.
Sentados en la arena, helados por la gripe, palas, cubos de plástico y latas de pasteles inservibles, nos reconocíamos por el ímpetu de nuestras toses y el tono de nuestros estornudos, y en el Instituto de Socorro a los Náufragos, moribundos de neumonía con tantos abrigos de lana y panamas como nosotros se amontonaban en las mesas de piedra para los ahogados. A las once, cuando un pequeño castillo crecía entre las montañas envuelto en una película gris, nuestra madre bajaba a la playa, se descalzaba junto a la estaca del toldo donde se amontonaba un cono de sandalias, abría el Paris-Match y preguntaba radiante, señalando triunfante una franja de almenas 
 - ¿No dije que estaría pronto?
 repartiendo paquetes de aspirinas.
  Nunca volví a Praia das Maçãs

Let's be careful out there 





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