viernes, 7 de julio de 2023

Madrugada de viernes


Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más dificil.” 
Horacio Quiroga.

Una de las características genéricas del cuento es que puede prescindir del personaje en el sentido novelístico de la palabra. La gran mayoría de los mejores  cuentos que se han escrito basan su eficacia en la anécdota. No sabemos quién es Roderick Usher ni cuál era el carácter de Madeleine, ignoramos todo del señor Valdemar, salvo que agoniza y que ha sido hipnotizado, y tampoco nos importa saberlo: algo está sucediendo y algo va a suceder, eso es un cuento. Los mejores cuentos de Horacio Quiroga, de Cortázar o de Borges, podrían reemplazar el nombre de sus personajes por iniciales o símbolos matemáticos. Hay que ser Chéjov o hay que ser Maupassant, hay que ser Bret Harte o Melville o Gógol, para inventar historias indelebles vividas por personajes que no se borran de la memoria. Bartebly, el tahúr de Poker Flat, los dos viejos de Maupassant que bailan un minué en el Bois de Boulogne, el cochero de Chéjov tienen la misma consistencia que cualquier personaje novelístico de La Fiesta del Chivo o La Colmena. De entre los mejores, pocos como Horacio Quiroga han poseído esa rara virtud de cuentista mayor. El peón brasileño de “Un peón” o el inglés de “Los destiladores...” son tan recordables como cualquier personaje de cualquier gran novela. Su obra estuvo marcada por la poderosa influencia de Kipling, Conrad y, sobre todo, Edgar Allan Poe. En sus cuentos reina una atmósfera de alucinación, crimen, locura situada en la Naturaleza salvaje de la selva. Leer a Horacio Quiroga es como sumergirse en un océano alucinante del que cuesta mucho sobreponerse para volver a la superficie. Sus historias nunca acaban, aún después de leerlas siguen escarbando la mente como termitas en la madera.
Quiroga legó a los jóvenes escritores su famoso Decálogo del perfecto cuentista que resumía de manera perfecta su propio estilo: una prosa precisa, estilizada y contundente al mismo tiempo, que lo convirtió en maestro del relato breve. Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX. 
Incluso en un lugar como Hannover, tan ajeno y alejado del universo de Quiroga, hay verdades tan evidentes que basta pensarlas para perder las ganas de comunicárselas a nadie.
Amanezco escuchando a Bach. Antes, Jarret y a Schönberg. La música, casi cualquier música, si me gusta, es algo así como un país para mí, un lugar al que vuelvo sin darme cuenta o en el que me despierto de pronto. La palabra despertar, sin embargo, no es exacta. La música debe escucharse a solas. 
De todos modos, la verdad no está en las palabras que escribimos. La verdad está en la conducta que nos da (o nos quita) el derecho a escribir ciertas palabras una madrugada de viernes escuchando música.

keith Jarret, Württenberg Sonatas

Let's be careful out there 

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