Escuchemos a Bach o a Miles Davis no nos limitemos a escuchar , seamos alguien que escucha algo.
Cuando Schumann, a principios del diecinueve, formulaba en boca de Florestán el famoso aforismo «la estética de un arte es igual a la de otro; únicamente difiere el material», estaba rompiendo una lanza en favor de considerar la música, y más en general el arte, como fruto de una misma actividad creadora y expresiva del hombre, que puede encarnarse, indiferentemente, en una materia o bien en otra.
Si hablamos de lo que tienen en común el misticismo, la poesía, la filosofía, y la música al servicio de la ejecución, Pierre Hantaï contiene un legado que representa la esencia de un modo de interpretar que subyuga pues a su virtuosismo descollante añade un poder creador de atmósferas que eleva su ejecución a verdadera categoría. Categoría de la que disfrutamos todos los que el pasado día 25 de Mayo en el Círculo de las Artes de Lugo asistimos a su concierto-homenaje a la figura de su maestro Gustav Leonhardt, en especial, tras breve descanso, en una segunda parte simplemente extraordinaria.
En plena madurez artística, el parisino nos obsequió con un festín bachiano convirtiendo las partitas para clave 1 y 2 del genio de Eisenach en deslumbrantes odas a la belleza.
La filosofía y la estética, espontáneamente poéticas y pictorialistas, prestan poca atención a la música como forma de arte. Demasiado vaga, demasiado turbia, demasiado resistente al concepto: ¿cómo pensar en algo que sólo puede describirse tan pobremente? Sin embargo, ambos aspectos de la experiencia musical (tocar y escuchar) se prestan a un enfoque riguroso. En ambos casos, el cuerpo es esencial: como productor de música, el ejecutante también está sujeto a los poderes de la música, que regula sus movimientos (danza) o los trastorna (trance). La música revela algo sobre el cuerpo y la fisicalidad; también revela algo sobre el tiempo. El tiempo musical es un tiempo no narrativo, un tiempo fuera o anterior al orden narrativo humano. Hantaï aunó todos estos diversos poderes de la música bajo un único concepto: el de alteración desplegada en la misma materia del ser. La alteración musical se despliega en la construcción y la vida de cada frase en la interpretación y el cariz personal del clavecinista francés, pero ante todo en la obra misma, que no es un objeto sino un proceso: ritmo, redundancia, inmanencia y retorno. Ante Hantaï el oyente atento tiene algo que aprender de la música si está dispuesto a escuchar. El parisino no se limita a desplegar un lenguaje, no intenta "hacer algo con el lenguaje", trabaja ante todo con el ser mismo de la partitura, con su forma última y a través de ella abre una ventana al otro. La ventana al otro es lo que nos lleva al punto en el que lo poético ( musical) y lo místico coinciden. La música abre posibilidades de contemplación que implican una cierta salida del modo convencional de ver las cosas y, por ello, permite contemplar esferas que no están dadas empíricamente. Este es otro aspecto de la profundización interior que opera en la ejecución excelsa del francés.
Pero nada de lo acontecido sería posible sin Bach. Con Bach uno puede ponerse las gafas negras del ciego, que serán impenetrables y no ver el mundo durante un tiempo, no ver cómo vive la gente, no ver imágenes, formas, sino ver otra cosa: ver el lugar de la creación original, donde nacen por primera vez las imágenes y las formas y estar allí, estar en un estado en el que no hay mundo, en el que no hay lenguaje, sólo silencio. En Bach están por un lado, la música y el lenguaje, y por otro, ese otro algo a través de lo cual abrirse paso hasta la fuente de la posibilidad de visión y significado que no se ha fijado, que no pertenece al lenguaje.
Es el nacimiento primigenio del nombre, ese cierto umbral de expresión en el que asistimos al surgir de lo numinoso y que coincide con la experiencia mística. Este es el aspecto de la música bachiana del que me gustaría hablar. Lo importante para mí es la belleza de su profundo silencio. No se trata de una reflexión intelectual discursiva sobre lo que diferentes personas cultas han dicho sobre estas cosas, es algo no convencional, extraño, vivo, fuera de lo común. Se atribuye a Sócrates la bella definición de la filosofía como «la mayor de las músicas». Esto, que podría parecer un exceso, recuerda que ambas disciplinas comparten el mismo referente: lo bello. En el caso de la música, esta afirmación se justifica casi intuitivamente. Pero en el de la filosofía hay que razonar que lo bello, en cuanto idea, remite a «lo que brilla con suma claridad», elevando el alma al conocimiento de las ideas universales. El problema es que existen al menos dos formas distintas de entender la filosofía de la música: una basada en la razón teórica y otra en la mera experiencia musical. Sin embargo, ambas concepciones pasan por alto que la música es un arte que, además de tener en cuenta la razón teórica y la razón práctica, debe tener en cuenta la razón estética para intentar establecer una ontología de la música desde la estética, cosa que el francés persiguió especialmente en la Gigué de la partita n° 4, ofrecida como encore, en una mezcla de rigor lógico y lúdica experimentación al alcance de unos pocos privilegiados. En suma, un recital sin duda para el recuerdo ante un público entregado y cuyo extraordinario comportamiento es digno de resaltarse: ni un ruido, ni un solo crujir de papel de caramelos mentolados.
Let's be careful out there
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