Puro éxtasis y alegría.Una fantasmagórica mezcla de ficción, memorias, entomología, guerra, sexo, muerte y destrucción. Nada puede preparar al lector para el alcance y la ambición de esta novela
[...] Detrás de esa primera línea de edificios se veían otros, cubiertos de estrellas. Había una villa maciza de tejas rojas, también había una casa rosa como un castillo, había bloques bajos del periodo de entreguerras, entreverados de hiedra, que tenían ventanas redondas y cuadradas con adornos Jugendstil en el hueco de la escalera y torreones grotescos en el tejado. Todo ello se perdía entre el follaje, ahora negro, de álamos y carpes que barría el cielo profundo, más oscuro cuanto más se acercaba a las estrellas. En las ventanas iluminadas se desarrollaba siempre una vida de la que yo capturaba fragmentos aislados: una mujer planchaba la ropa, un hombre en camisa blanca daba vueltas por la habitación del tercer piso, dos mujeres sentadas en unas butacas discutían sin parar. Solo tres o cuatro ventanas resultaban interesantes. En mis noches de excitación erótica permanecía junto a la ventana, a oscuras, hasta que se apagaban todas las luces y ya no se veía nada, a la espera de esas escenas, de esos desvelamientos de senos y nalgas y triángulos púbicos, de hombres revolcándose en la cama con mujeres o acorralándolas contra la ventana para poseerlas por detrás. Muchas veces las cortinas y los visillos estaban echados y yo me esforzaba entonces, entornando los ojos, por interpretar los movimientos abstractos y fragmentarios que centelleaban a través de la línea de luz sin cubrir; veía sobre todo muslos y caderas hasta que, apabullado, mi sexo se humedecía penosamente dentro del pijama. Solo entonces me acostaba para soñar que penetraba en aquellas habitaciones ajenas y que participaba en las complicadas maniobras eróticas que tenían lugar en su interior… Más allá de esta segunda línea de edificios, la ciudad se extendía hasta el horizonte, cubriendo la mitad de la ventana con una mezcla cada vez más diminuta, más confusa, más indistinta, más aleatoria, de vegetación y arquitectura, con las agujas de los álamos brotando aquí y allá y las extrañas cúpulas arqueándose entre las nubes. En la lejanía distinguía (me la había mostrado mi madre, de niño, en los cielos de después de la tormenta) la silueta en zigzag de los almacenes Victoria, unos cuantos bloques altos del centro, construidos muchos años atrás en forma de zigurat, cargados de anuncios luminosos, rojos, verdes y azules, que se encendían y se apagaban a diferente ritmo y, más lejos, tan solo las estrellas, que abarrotaban el horizonte y formaban a lo lejos una loma de oro viejo.[...]
Tu Ne Cede Malis
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