lunes, 26 de junio de 2023

El Mochuelo

Escolios de un ácrata civilizado 

La intensidad con la que todo ocurre aquí es la de una vigilia onírica construida peligrosamente cerca del engaño 

Qué erróneamente, qué insensatamente buscamos la certidumbre en nuestras criaturas, escribiendo libros siempre río abajo, de cascada en cascada, cada vez más diluidos y más borrosos, cuando deberíamos luchar como los salmones, hacia arriba en el torrente de tinta que forma los bucles de nuestras vidas, navegar de vuelta hacia las primeras páginas, la primera frase, la primera palabra, la primera letra y subir por fin, a través de la pluma de oro celestial, al reservorio insondable de la gracia, ahí donde se encuentran, dormidas, todas las historias"
Mircea Cartarescu, El cuerpo.

[...] No podría sostener de ninguna manera la aplastante arquitec­tura de mi vida si no fuera yo mismo, enteramente, uno de sus órganos sensoriales. Y, así como el ojo no puede recibir ni com­prender otra cosa que la luz pura, pues está esculpido por la luz en el hueso poroso de mi cráneo, y así como no hay nada en el mundo que pueda recibir y comprender la luz, también el paquete compacto de capas y membranas de mi cuerpo, con su anatomía y la melancolía de sus envoltorios, con su estructura tridimensional, tan difícil de comprender como la de un aldehído, es el solo, el enorme, el único órgano sensorial excitado exclusivamente por mi vida, por esta energía que no es ni luz, ni sonido, ni olor, ni sabor, ni sensaciones táctiles, ni cenestésicas, ni tampoco un desgarro de tejidos. Por lo demás, nada, nunca, podría percibir mi vida, esta viajaría en lo inexpresable como los billones de otros estímulos con los que nadie tiene nada que hacer, como la luz en los univer­sos sin globos oculares o como el frío en mundos sin epidermis. Soy un enorme órgano sensorial solitario que se abre, como los lirios de mar, para filtrar a través de la carne blanca de mis nervios los turbiones de esta vida única, de este mar único que me alimen­ta y me contiene. Un solo analizador, una sola célula sensual, lú­cida, que recibe sin cesar el viento solar de mi vida, con sus flecos caprichosos de aurora polar, con sus ocasos tortuosos y sus ocasos cegadores, que penetran entre las membranas transparentes, ilu­minan mis riñones y mis glándulas salivares, dibujan mi esquele­to con flúor y arsénico y tiñen con mercurio mis intestinos. Me modifican, producen alteraciones químicas, recuerdos y reflejos, imágenes y sonidos, liberan hormonas y sueños y ascensores y no­ches y rostros monstruosos, nunca antes vistos, y todo ese flujo orgánico y psíquico y trágico y ético y musical es enviado, a través de la fontanela, por los caminos ascendentes de la Divinidad, a través de sinapsis místicas y axones angelicales hacia el quiasmo óptico de la mente que nos abarca y, desde ahí, al tálamo del karma y a las proyecciones hacia las áreas sensoriales en las que se agrupan los santos y los jueces, con unos círculos dorados en torno a sus cráneos transparentes, y despiden lenguas de fue­go y cianuro, miden, sopesan, dividen. Transformada en códigos y símbolos, en ballets alegóricos, mi vida se extiende, deforme, por el cráneo de la Divinidad, la tutela como un arcoíris, como un homúnculo eléctrico con dedos gigantescos, con millones de articulaciones, con labios de saxofonista, pero con el cuerpo mi­núsculo de una lombricilla que cuelga de un hilo de seda. Pues la Divinidad es un cerebro enorme, una medusa solemne con millones de sentidos que se desliza por la noche abisal, débilmente iluminada por unas baterías de luz azul. Su bóveda late levemente y su transparencia es solo amor dorado. Una gigantesca medusa que piensa[...]

Tu Ne Cede Malis 


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