Escolios de un ácrata civilizado
Prácticamente, en cada instante de nuestra vida realizamos una elección o una ráfaga de aire que nos arrastra por un pasillo y no por otro. La línea de nuestra vida se endurece después, se fosiliza y adquiere coherencia -pero también la simpleza del destino-, mientras que las vidas que habrían podido ser, que habrían podido desprenderse a cada momento de la ganadora, quedan reducidas a líneas de puntos, fantasmales: creodas, transiciones de fase cuántica, traslúcidas y fascinantes como los brotes que vegetan en el invernadero."
Mircea Cartarescu, Solenoide
Extracto: [...] Acababa de leer Niétochka Nezvánova, de Dostoievski, y me había parecido su mejor texto, inconcluso porque no podía ser continuado, porque el joven autor había llegado demasiado pronto a uno de los extremos de su mundo. [...] Había pensado mucho en el padre de Niétochka, en Efimov, que había aprendido a tocar el violín, abrasado por la pasión y la inspiración, solo, y hasta había logrado hacerse famoso en su remota provincia. La soberbia de un hombre fustigado por una fuerza fantástica no conoce límites: Efimov había llegado a considerarse el mejor violinista del mundo. Hasta que, escribe Niétochka ¿podemos creerla? ¿Qué sabía esta joven sobre el arte, sobre la música, sobre el violín? ¿Cuánto la había atormentado su padre con su furiosa locura, con sus crisis de orgullo y con su posterior caída en la desesperación, la enfermedad y la bebida?), un «verdadero» maestro del violín vino de Moscú a dar un concierto. Naturalmente, naturalmente, tras escuchar al «verdadero», Efimov no volvió a coger el violín y desapareció de su propio mundo fantasmagórico, del mundo de su hija y del mundo del propio Dostoievski, apenas dejó tras de sí el penoso aroma de la tragedia y de la condena en scherzo. Un pobre hombre engañado por el diablo mezquino de la provincia. Creo que nadie, nunca, al leer Niétochka, ha puesto en duda la mediocridad de Efimov como violinista, su ridícula gloria de tuerto en el país de los ciegos, su penoso autoengaño. Pero yo, que durante unos cuantos meses del verano del 76 viví como él y como los dioses, asustado por mi propia grandeza, por la omnipotencia del ser que me habitaba y guiaba mi mano sobre el papel, de tal manera que mi poema se había vertido en las páginas sin borrones, sin revisiones, sin añadidos, sin reescrituras, como si me hubiera limitado a separar, línea a línea, una banda alba que cubriera las letras y las palabras, sabía que Efimov había sido ciertamente un gran violinista, demasiado grande y demasiado novedoso y demasiado venido de ninguna parte como para poder ser comprendido de verdad. Sabía que ni el gobernador ni los que lo rodeaban, aunque habían sentido la fuerza de su arte, habían percibido más que una gran luz sin límites y no habrían sido capaces de explicar por qué aquella música, distinta por completo de la música local, los conmovía tan profundamente[...]
Tu Ne Cede Malis
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