WOOL AND CASHMERE
Una mañana, al despertar de sueños intranquilos, Gregor Samsa se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho. Estaba boca arriba, sobre la dura coraza de su caparazón, y, si levantaba un poco la cabeza, podía ver su abovedado vientre, marrón y dividido por surcos arqueados... Sus muchas patas, patéticas en comparación a lo que habían sido sus piernas, se agitaban con impotencia ante sus ojos .
Franz Kafka.
Mientras los cirujanos vasculares
reparaban su femoral derecha con la precisión de un relojero suizo,
su mente lo acercó al umbral de aquella mańana de febrero,ocho años atrás, cuando víctima de un exceso de arrojo, acometió de
forma decidida, y sin embargo precipitada ( lo supo mas tarde), la
ascensión en solitario del puerto de montaña del Morredero.
No hacía mucho tiempo desde que tomara
la decisión firme de salir de una vez por todas del albañal en que
había convertido su vida. Cada mañana reiteraba acciones
inequívocas que mostraban la inconsistencia de su resolución; sus
días ondulaban a la deriva, mientras su voluntad , mecida en la
calma chicha de horas sin sustancia se consumía en atrapar prospectivas en un caótico desdén. Todo fluía ahora a través de
cámaras subterráneas, de rutas que el alma recorría en sus
metamorfosis: grandes salas , canales laberínticos, como si
hubieran enterrado su memoria en la pirámide de Kefrem.
Aquella pregunta rutinaria en la
comisaría de policía lo había fijado a la crudeza de su
realidad miserable con la fuerza del directo de derecha con el que
Sonny Liston en aquella memorable noche de Nevada, clavara en la
lona a Floyd Patterson. ¿ Cómo se llama tu madre?, le había espetado
el policía. La pregunta se fundió con los rescoldos del alcohol adherida a su inanidad dibujando una puerta cuyo umbral
atravesó.
Era un mes de febrero. Salió de
Ponferrada alrededor del mediodía. Bajo una luz difusa que apenas
perfilaba la comarca de La Cabrera, cruzó el Boezas , y enfiló
la carretera hacia la Valdueza. Encajonado entre prados de fresca
escarcha, experimentó una vez más la libertad a la que está
indisolublemente ligada la bicicleta. A lomos de su Cannondale se
sentía poderoso como un Condotiero. Iba a medirse con el relieve del
espacio, a proyectarse en él, a perderse por unas horas para el
resto del mundo.
Los primeros cinco kilómetros sirvieron
para afinar sus piernas, para empaparse de la luz, del silencio del
invierno leonés y de la pintoresca belleza de las casas blasonadas
de Salas de los Barrios , signo de la riqueza que el vino proporciona
a sus familias hidalgas. Pero, después de la iglesia parroquial de
Santa Colomba, aguardaba paciente , un infierno contumaz de 3 km,
que, tras una corta orografía de meseta, lo envolvió en una
durísima rampa del 13% a las puertas de San Cristóbal . Dejó atrás
el pueblo, la fuente de agua fresca que se filtraba desde la
torrentera que moría en la vaguada, , la vieja estación de esquí
del Morredero, apenas un hangar de madera y hierros, estampa del
tiempo a merced de las ruinas, y superó los 10 km restantes,
traspasado por el sudor y el frío , exhausto por el esfuerzo
continuo. Superando porcentajes exigentes ,encogido sobre el
manillar de su bicicleta, encima de un firme irregular bajo un
cielo de inexistentes sombras, respiró la tierra escarchada, y
atrapado por la luz llegó al Paso de Portinillos. Las vistas al
Puerto del Palo eran fastuosas, el Monte Teleno ,al fondo, se
mostraba descomunal como la aleta de un cetáceo. Entonces sintió
frío, un frío inmenso. Con las manos ateridas peló un plátano,
lo masticó entre los primeros síntomas de hipotermia, y sin demora,
se precipitó vertiginoso hacia el descenso . A medida que descendía,
paulatinamente sintió que su vista se nublaba. Su corazón enloquecía. El aumento del estrés catecolamínico, de cortisol y
tiroxina encendieron las alarmas . Con cierta ansiedad pasó el
Morredero, y en la gélida vaguada dejó de sentir el tacto de sus
manos sobre las manetas de los frenos. No podía demorarse,lum dun,
lum dun . La hipertonía y los escalofríos le enviaban un mensaje
claro: debìa llegar a San Cristóbal, y tenía que hacerlo
cuanto antes.
Tenía las piernas en alto, encima del
grueso muro de sillería, cuando entre el sopor neblinoso de la
bradipnea, la sombra de una mujer inundó su blanco abismo.
Apoyándose en ella, entró en una
pequeña estancia con cocina central encima de la cual , dos ollas
sometidas a un fuego lento desprendían un intenso olor a sopa. A un
lado, en el interior de una chimenea crepitaba un fuego. Se quitó
el maillot, los húmedos calcetines y poco a poco al amparo de la
lumbre, se sintió revivido . De súbito, salida de la nada la
mujer extendió fulgurante una manta sobre su espalda. Eso lo
estremeció. En el calor de la cocina sintió de nuevo la fuerza que
creía perdida, y consoló su alma con una taza colmada de sopa.Rechazó sobrepasado, una cama y una bolsa de agua
hirviendo, pero no pudo negarse al ofrecimiento de un abrigo de lana y
cachmere, propiedad de su difunto marido, no lo dejaría irse sin
él. Era imprescindible que lo llevara puesto hasta Ponferrada le advirtió. En sus ojos azules, supo que no era negociable.
No miró la hora , pero 10 km más
tarde entró en Ponferrada a lomos de su bicicleta sano y salvo.
Habia pedaleado con el abrigo puesto.
El crepúsculo asomaba cuando encendiendo
el motor del coche emprendió el regreso a casa. En el ocaso, recortando su silueta, se dibujaba la enorme masa del monte Teleno . Cada detalle del
horizonte quedaba al descubierto. Entre el aura inmutable de los
montes de León nadie en la prístina aurora se acordaría de él.
Nadie, salvo quizá, la mujer que le salvó la vida.
En algún momento lo había mencionado, pero no lo recordaba.No recordaba, su nombre. Lo cierto es que cuando alguna tarde como la de hoy rememoraba aquellos acontecimientos, sólo encontraba la palabra gratitud.
En algún momento lo había mencionado, pero no lo recordaba.No recordaba, su nombre. Lo cierto es que cuando alguna tarde como la de hoy rememoraba aquellos acontecimientos, sólo encontraba la palabra gratitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario