lunes, 3 de febrero de 2020

La mujer de san Cristobal de Valdueza.




WOOL AND CASHMERE

 


Una mañana, al despertar de sueños intranquilos, Gregor Samsa se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho. Estaba boca arriba, sobre la dura coraza de su caparazón, y, si levantaba un poco la cabeza, podía ver su abovedado vientre, marrón y dividido por surcos arqueados... Sus muchas patas, patéticas en comparación a lo que habían sido sus piernas, se agitaban con impotencia ante sus ojos .
Franz Kafka. 


Un hombre de 54 años llamó al servicio de emergencias médicas tras sufrir a lo largo del día varios episodios de dolor abdominal y presión en el pecho. La excesiva demora en solicitar ayuda complicó su situación clínica, y despuès de  someterse a diversas pruebas radiológicas, el hallazgo no admitía vuelta de hoja: una disección de aorta comprometía su vida, la intervención quirúrgica tenía que ser inmediata. Embrollado en la niebla surgida de los narcóticos, se fue adentrando en una clarividencia brumosa y en el tiempo que duró su bajada a los quirófanos recordó el consejo que a uno de sus antihéroes novelescos, Juan de Pardillàn , le había dado su padre:"Desconfía de los hombres, desconfía de las mujeres y sobre todo desconfía de ti mismo»."Acometer cualquier empresa con la espontánea motivación del que disfruta con plena libertad de acción, fluir sin diluirnos en ella, atesorar dudas, sembrar certezas,intentar arrojar luz sobre los crudos hechos sin que esa luz nos ciegue". Con esos pensamientos su conciencia se desvaneció.
Mientras los cirujanos vasculares reparaban su femoral derecha con la precisión de un relojero suizo, su mente lo acercó al umbral de aquella mańana de febrero,ocho años atrás, cuando víctima de un exceso de arrojo, acometió de forma decidida, y sin embargo precipitada ( lo supo mas tarde),  la ascensión en solitario del puerto de montaña del Morredero.
No hacía mucho tiempo desde que tomara la decisión firme de salir de una vez por todas del albañal en que había convertido su vida. Cada mañana reiteraba acciones inequívocas que mostraban la inconsistencia de su resolución; sus días ondulaban a la deriva, mientras su voluntad , mecida en la calma chicha de horas sin sustancia se consumía en atrapar  prospectivas en un caótico desdén. Todo fluía ahora a través de cámaras subterráneas, de rutas que el alma recorría en sus metamorfosis: grandes salas , canales laberínticos, como si hubieran enterrado su memoria en la pirámide de Kefrem.
Aquella pregunta rutinaria en la comisaría de policía lo había fijado a la crudeza de su realidad miserable con la fuerza del directo de derecha con el que Sonny Liston en aquella memorable noche de Nevada, clavara en la lona a Floyd Patterson. ¿ Cómo se llama tu madre?, le había espetado el policía. La pregunta se fundió con los rescoldos del alcohol  adherida  a su inanidad   dibujando una puerta cuyo umbral atravesó.
Era un mes de febrero. Salió de Ponferrada alrededor del mediodía. Bajo una luz difusa que apenas perfilaba la comarca de La Cabrera, cruzó el Boezas , y enfiló la carretera hacia la Valdueza. Encajonado entre prados de fresca escarcha, experimentó una vez más la libertad a la que está indisolublemente ligada la bicicleta. A lomos de su Cannondale  se sentía poderoso como un Condotiero. Iba a medirse con el relieve del espacio, a proyectarse en él, a perderse por unas horas para el resto del mundo.
Los primeros cinco kilómetros sirvieron para afinar sus piernas, para empaparse de la luz, del silencio del invierno leonés y de la pintoresca belleza de las casas blasonadas de Salas de los Barrios , signo de la riqueza que el vino proporciona a sus familias hidalgas. Pero, después de la iglesia parroquial de Santa Colomba, aguardaba paciente , un infierno contumaz de 3 km, que, tras una corta orografía de meseta, lo envolvió en una durísima rampa del 13% a las puertas de San Cristóbal . Dejó atrás el pueblo, la fuente de agua fresca que se filtraba desde la torrentera que moría en la vaguada, , la vieja estación de esquí del Morredero, apenas un hangar de madera y hierros, estampa del tiempo a merced de las ruinas, y superó los 10 km restantes, traspasado por el sudor y el frío , exhausto por el esfuerzo continuo. Superando porcentajes exigentes ,encogido sobre el manillar de su bicicleta, encima de un firme irregular bajo un cielo de inexistentes sombras, respiró la tierra escarchada, y atrapado por la luz llegó al Paso de Portinillos. Las vistas al Puerto del Palo eran fastuosas, el Monte Teleno ,al fondo, se mostraba descomunal como la aleta de un cetáceo. Entonces sintió frío, un frío inmenso. Con las manos ateridas peló un plátano, lo masticó entre los primeros síntomas de hipotermia, y sin demora, se precipitó vertiginoso hacia el descenso . A medida que descendía, paulatinamente sintió que su vista se nublaba. Su corazón enloquecía. El aumento del estrés catecolamínico, de cortisol y tiroxina encendieron las alarmas . Con cierta ansiedad pasó el Morredero, y en la gélida vaguada dejó de sentir el tacto de sus manos sobre las manetas de los frenos. No podía demorarse,lum dun, lum dun . La hipertonía y los escalofríos le enviaban un mensaje claro: debìa llegar a San Cristóbal, y tenía que hacerlo cuanto antes. 
 
Tenía las piernas en alto, encima del grueso muro de sillería, cuando entre el sopor neblinoso de la bradipnea,  la sombra de una mujer inundó su blanco abismo.
Apoyándose en ella, entró en una pequeña estancia con cocina central encima de la cual , dos ollas sometidas a un fuego lento desprendían un intenso olor a sopa. A un lado, en el interior de una chimenea crepitaba un fuego. Se quitó el maillot, los húmedos calcetines y poco a poco al amparo de la lumbre, se sintió revivido . De súbito, salida de la nada la mujer extendió fulgurante una manta sobre su espalda. Eso lo estremeció. En el calor de la cocina sintió de nuevo la fuerza que creía perdida, y consoló su alma con una taza colmada de sopa.Rechazó sobrepasado, una cama y una bolsa de agua hirviendo, pero no pudo negarse al ofrecimiento  de un abrigo de lana y cachmere, propiedad de su difunto marido, no lo dejaría irse sin él. Era imprescindible que lo llevara puesto hasta Ponferrada le advirtió. En sus ojos azules, supo  que no era negociable.
No miró la hora , pero 10 km más tarde entró en Ponferrada a lomos de su bicicleta sano y salvo. Habia pedaleado con el abrigo puesto.
El crepúsculo asomaba cuando encendiendo el motor del coche emprendió el regreso a casa.  En el ocaso, recortando su silueta, se dibujaba la enorme masa del monte Teleno . Cada detalle del horizonte quedaba al descubierto. Entre el aura inmutable de los montes de León nadie en la prístina aurora se acordaría de él. Nadie, salvo quizá, la mujer que le salvó la vida.
 En algún momento lo había mencionado, pero no lo recordaba.No recordaba, su nombre. Lo cierto es que cuando alguna tarde como la de hoy rememoraba aquellos acontecimientos, sólo encontraba la palabra gratitud.



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