miércoles, 27 de marzo de 2024

Fuiste tú quien me habló de aquella ciudad

En mí, el corazón se comporta frente a la razón como el artista razonable frente a la crítica: escucha lo que tiene que decir, pero sigue el camino que ha elegido .
Aleksander Scriabin.

Cual corriente de aguas subterráneas que fluye por un laberíntico entramado de pasajes, también la realidad se ramifica en incontables caminos que avanzan entrecruzándose, uniéndose y desuniéndose, enredandose.Y aquello que nosotros juzgamos como real no es sino una mera abstracción de todo ese entrelazamiento
Esa es, al menos, mi forma particular de ver y experimentar eso que llamamos realidad. «No, realidad no hay más que una», diran algunos. Tal vez. Igual que la tripulación de un velero a punto de hundirse se aferra al mástil de la embarcación, nosotros también nos aferramos desesperadamente a una sola realidad, quizás porque no nos queda otro remedio.
Porque, en verdad, ¿qué podríamos afirmar de ese supuesto laberinto de grutas y oquedades por el que fluyen las aguas subterráneas bajo el suelo firme sobre el que nos asentamos? ¿Dónde se encuentran quienes han visto esa laberíntica red con sus propios ojos? ¿Y dónde están quienes, después de verla, han regresado a este lado del mundo?
Haruki  Murakami, La ciudad y sus muros inciertos.

Al igual que la de otros muchos músicos de su época, la juventud de Scriabin estuvo sometida a una fuerte influencia wagneriana. Pero el hipersensible músico ruso, pianista excepcional y autor de fascinantes miniaturas para su instrumento, poseyó un temperamento desequilibrado y obsesivo, marcado asimismo por las lecturas de Nietzsche y Schopenhauer y los divagatorios escritos teosóficos de Helena Blavatsky. La estética scriabiniana, absolutamente irrepetible, comparte con la escuela simbolista rusa de Blok y Balmont la consideración del arte como “un mundo superior de conocimiento”. Su creencia en las profundas afinidades entre los sentidos le emparenta con el decadentismo propio del cambio de siglo, pero la influencia del misticismo hindú y el espiritualismo teosófico –que descubrió en Bruselas, durante su estancia en 1908, de la mano del pintor simbolista Jean Delville–, su personalidad exacerbada y febril y su talante visionario y megalómano contribuyeron a la creación de un credo artístico propio gobernado por el énfasis y la desmesura: una suerte de nueva religión de raíces panteístas y metafísicas en donde los sonidos, los colores y las sensaciones olfativas debían convergir y fundirse a modo de exaltación mística, de éxtasis de los sentidos. Algunos de los títulos de sus composiciones (Caresse dansée, Désir, Plaisirs sensuels y, desde luego, su obra maestra Le poème de l'extase) explicitan el ingrediente sexual latente en un músico de quien Leonid Sabaneyev, gran estudioso de su obra y autor del artículo pionero “El fenómeno de la escucha colorista en Prometeo”, recordaría su forma de tocar el piano con términos tan elocuentes como “caricias voluptuosas y delicadas”, “ritmos espasmódicos” e “hipererotismo aterrador”.
 Si Rimski-Kórsakov, su sinestésico contemporáneo, elaboró una tabla de equivalencias entre notas y colores (Fa sostenido es gris verdoso, Re bemol es negruzco, etc.), Scriabin estableció un sistema de correspondencias entre los dos espectros –sonoro (total cromático) y luminoso (doce colores)– basado en la óptica newtoniana y ordenado según el círculo de quintas. Obsesionado por la transmisión de la luz mediante el sonido y viceversa, en la creencia de que los antiguos dioses griegos lanzaban sus mensajes mediante destellos luminosos, Scriabin concibe para su Prométhée, le poème du feu (1911), poema sinfónico para piano, gran orquesta, coro sin palabras y “clavier à lumières”, un acorde sintético o “acorde místico” formado por seis notas (Do–Fa sostenido–Si bemol–Mi–La–Re) que empleará a menudo en sus últimas obras, basadas en estructuras simétricas amparadas en proporciones numéricas (sección áurea y sucesión de Fibonacci). 
Para Mysterium, último proyecto de Scriabin, que a su temprana muerte quedó solo esbozado en su primera parte (el llamado Acte préalable), concibió una obra de proporciones colosales, culminación de las visiones delirantes con que el músico preparaba la salvación última de la humanidad: una liturgia cósmica y artística para orquesta, coro, bailarines y proyecciones luminosas que aunaría percepciones olfativas, táctiles y gustativas a las auditivas y visuales, donde Scriabin pretendía, en palabras de su amigo Rieseman, “encajar los fenómenos de la naturaleza: el susurrar de los árboles, el centellear de las estrellas y los colores de la salida y la puesta de sol”. La representación de Mysterium (un verdadero espectáculo multimedia avant la lettre) duraría siete días, transcurriría en un templo del Himalaya y debutaría con repiques de campanas suspendidas de las nubes. Sus vibraciones mortales destruirían el universo y una nueva humanidad, de seres más puros y nobles, liberada de desigualdades y limitaciones corporales, habitaría el mundo. Según el músico, “la catedral en la que tendrá lugar no será una construcción de piedras homogéneas, sino que cambiará continuamente con la atmósfera y el movimiento. Eso se hará con la ayuda de brumas y luces, que modificarán los contornos arquitectónicos”. En resumidas cuentas, música, color,  y misticismo en grado sumo. 

Quien se hallaba aquí, en este mundo real, era un individuo vulgar y corriente, que rondaba la mediana edad y que había perdido la facultad que le hacía especial en ese otro mundo, que no tenía los ojos dañados y tampoco podía leer ya viejos sueños.Yo ya no era más que una pequeña rueda dentada dentro del engranaje de una sociedad de tamaño descomunal, una diminuta pieza de su inmensa maquinaria, una mera pieza intercambiable. ¿Cómo no iba a sentir lástima de mí mismo ante tal panorama?
Haruki Murakami, La ciudad y sus muros inciertos

Let's be careful out there 

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