NO TENDRÁS NADA Y SERÁS FELIZ
Ahora , tras seis horas de rudo trabajo, vierto mi traducción del portugués de este capítulo de Memōria de elefante, la primera novela de Antonio Lobo Antunes, el más grande escritor vivo, y uno de los pocos aristócratas del lenguaje " in any time".
Cuando entró en el restaurante, casi a la carrera porque el reloj del garaje vecino marcaba la una y cuarto, su amigo ya le esperaba al otro lado de la puerta de cristal, examinando las novelas policíacas que se habían acumulado en una especie de estantería giratoria de alambre, un pino metálico abonado por un estiércol de periódicos de derechas apilados en el suelo. La astuta camarera , protegida por una pared de revistas, practicaba su inglés básico para cameruneses benévolos con una pareja de mediana edad a quienes esa extraña jerga de la que reconocían vagamente alguna que otra palabra, sorprendía. La taimada completaba su discurso con una florida copia de gestos ejemplares de muñeco de feria, los otros replicaban en un morse de muecas, y su amigo, que había abandonado los libros, contemplaba asombrado este frenético ballet de seres que seguirían siendo irremediablemente extraños, a pesar de sus denodados esfuerzos para encontrar un lenguaje común. El psiquiatra deseó desesperadamente un esperanto que aboliera las distancias externas e internas que separan a las personas, un aparato verbal capaz de abrir ventanas por la mañana a las noches profundas de cada criatura, como ciertos poemas de Ezra Pound nos muestran de repente nuestros áticos en una maravillosa revelación : la certeza de haberse tropezado a primera vista con una compañero de viaje en un banco vacío y la alegría del inesperado intercambio.
Una de las cosas que más lo acercaba a su mujer tenía que ver precisamente en conseguir eso con ella sin necesidad de disfracerse con frases, la capacidad de entenderse de un rápido vistazo y que nada tenía que ver con el conocimiento mutuo porque desde el primer encuentro fue así, eran entonces los dos aun muy jóvenes y se habían quedado atónitos ante el extraño poder de ese milagro que no les había ocurrido con nadie más, una unión tan perfecta y tan profunda que, pensó que si sus hijas la lograran algún día, habría valido la pena para él haberlas hecho y para ellas todos los sarampiones de la vida encontrarían explicación. Sobre todo, lo asustaba la mayor: la fragilidad de sus iras destempladas, sus múltiples temores, los tensos y atentos ojos verdes en el rostro de Cranach: por estar en la guerra de África,nunca la había sentido moverse en el vientre de su madre, y durante meses había representado para ella un retrato en la habitación que habían etiquetado con el dedo, desprovisto de relieve y del grosor de la carne. En los fugaces besos que intercambiaban, había como un resto de su mutuo resentimiento, apenas contenido al borde de la ternura.
El melancólico almirante, que arrastraba su maltrecha pensión por delante del estanco del restaurante, soñando con Indias titilantes en la distancia, abrió la puerta de cristal para dejar entrar a dos hombres de aspecto competente, ambos con gafas, uno de los cuales le dijo al otro:
- Le dejé en la estacada, ya sabe cómo soy. Entré trotando en el despacho del tipo y le dije: si no me envías de vuelta a mi sección, no te quedará ni un cuerno entero. Sólo quería que vieras cómo se cagaba ese cabrón.
El que lleva a los porteros del Almirantazgo, pensó el doctor, a cambiar el mar por restaurantes y hoteles, con puentes de mando reducidos al tamaño de felpudos gastados, y extendiendo sus manos curvadas hacia las puntas como el elefante del Jardín estira su trompa hacia los las salsas de zanahoria del asistente. Georges ven a mirar a mi país de marineros navegar por las aguas insomnes del servilismo resignado. A un lado de la carretera, los tipos con gafas saludaban a un taxi vacío como naufragos a un barco indiferente. La pareja de mediana edad ensayó, con la ayuda de un catecismo gramatical, exclamaciones en zulú en las que se hacían eco, distorsionadas, de remotas similitudes con el portugués del linguáfono de género. El patio de mi tío es más grande que el lápiz de mi hermano. El psiquiatra, que había aprovechado la partida de los náufragos para introducirse de perfil, como los egipcios de la Historia del Matoso, en el vestíbulo de las Galerías, correspondió con un saludo aproximado a la inclinación indefinida del almirante y se sorprendió (como siempre) de que el marino se pusiera una gota de saliva en el dedo medio y lo levantara para estudiar la dirección del viento, a la manera de los corsarios de órbita cubierta de las películas de su infancia. Él y yo somos sandokanes de mediana edad, pensó el doctor, cuya aventura consiste en descifrar la página de obituarios del periódico con la esperanza de que la omisión de nuestro nombre garantice que estamos vivos. Y mientras tanto, nos rompemos el pelo, el apéndice, la vesícula biliar y algunos dientes en pedazos, como paquetes plegables. Fuera, el viento agitaba las ramas de los plátanos como si hubiera tocado la cabeza del niño en el hospital, y detrás de la Penitenciaría había una espesa penumbra gris de amenazas. Su amigo le tocó ligeramente en el codo: era alto, joven, un poco curvilíneo, y sus ojos tenían una serena suavidad vegetal.
- "Mi abuelo estuvo allí un montón de meses", le informó el psiquiatra, señalando con la barbilla el edificio de la prisión y el muro de cartón a lo largo de Marquês da Fronteira, ahora a la sombra de la lluvia que se acercaba. Estuvo allí un montón de meses después del levantamiento de Monsanto, una tropa monárquica, ya ve, hasta que al final firmó el Debate. Mi padre solía contarnos cómo él y mi abuela iban a visitarle a la cabaña y recorrían la avenida en verano, agobiados por el calor, él vestido como un mono en un órgano, ella con sombrero y paraguas empujando su barriga embarazada por delante como el Florentino mozo de carga, llevaba
pianos por Benfica en una enorme carretilla. No, en serio, fíjese en la foto: la alemana de ojos azules cuyo padre se mató con dos pistolas sentada en el escritorio detrás de él, y el chico apretado en su uniforme naval, haciendo dúo de camino a un capitán bigotudo que bajaba del Fuerte
con un herido en la espalda hasta que encalló en los fusiles de los carabineros. Ni siquiera se distinguen los rasgos en las fotografías ovaladas de aquella época ardiente, y para cuando nacimos, Salazar ya había convertido el país en un
seminario domesticado.
Cuando estaba en la escuela, dice el amigo , la profesora a la que le olían los pies ademas de tenerlos torcidos,
nos hizo dibujar los animales del zoo y yo hice el cementerio de perros, ¿recuerda cómo? ¿El Alto de São João para los caniches? A veces pienso que Portugal es eso, el mal sabor de la nostalgia en diminutivos y ladridos enterrados bajo pobres lápidas.
- "A nuestro Mondego, la eterna añoranza de su Leninha", declaró el doctor.
- Al querido Bijú de los dueños que nunca le olvidan, Milú y Fernando, respondió el amigo.
- Ahora, dijo el psiquiatra, sustituyen los funerales de chuchos por agradecimientos al Espíritu Santo o al Niño Jesús de Praga en el Diário de Notícias. Tierra de camellos: si el rey Pedro volviera al mundo, no encontraría a nadie en todo el reino a quien capotear. Ya es un Inválido de Comercio y ha reducido sus ambiciones al primer premio de la rifa de la Liga de Ciegos João de Deus, un lujoso Ford Capri encima de una furgoneta a todo volumen con altavoces.
Su amigo rozó con su barba rubia el hombro del médico: parecía un ecologista que hubiera regalado generosamente una corbata a la burguesía.
- "¿Tiene algo escrito?", preguntó.
De mes en mes, se hacía de repente esta pregunta aterradora, porque para el psiquiatra, manejar las palabras era una especie de vergüenza secreta, una obsesión eternamente aplazada.
- Mientras no lo haga, siempre puedo creer que si lo hago, lo haré bien, me explicó, y lo compensaré con mis muchas patas cojas de ciempiés ¿entiendes? Pero si empiezo un libro de verdad y sale una mierda, ¿qué excusa tengo?
- No puedes parir mierda, argumentó su amigo.
- También puedo ganar la casa de Eva por Navidad sin comprar la revista. O ser elegido Papa. O tirar faltas en "folha seca" seca en un estadio abarrotado. No importa que despues de que me muera, puedas publicar mis novelas con un prefacio explicativo, Fulano de tal, como lo conocí. Te llamarás Max Brod y podrás llamarme Franz Kafka en la cama.
Habían abandonado al almirante que soplaba tumultuosamente bajo la vela de su pañuelo y habían elegido la planta intermedia, que el médico prefería por el tono de incubadora de la luz, lámparas ocultas en tubos de latón . La gente comía hombro con hombro como los apóstoles en la Última Cena y al otro lado de los mostradores en forma de herradura, los obreros bullían en un frenesí de insectos, con uniformes blancos, comandados por un tipo de paisano con las manos a la espalda que al psiquiatra le recordaba a los inspectores de obras que observan el trajín de los obreros con palillos entre los dientes: Nunca había entendido el sentido de esas criaturas autoritarias y silenciosas que observaban el trabajo de los demás con las pupilas embobadas, apoyadas en gigantescos Mercedes azules. Su amigo se inclinó para coger el menú que descansaba en una barandilla metálica sobre tarros de mostaza y salsas varias (los productos de belleza de la cocina, pensó el doctor), lo abrió con cardinal unción y comenzó a leer los nombres de los platos con deleite de fraile:
nunca concedió a nadie una participación en esta voluptuosa operación, herencia de la casa de sus padres donde la sopa se multiplicaba indefinidamente, comida tras comida, en un prodigio acuoso. Un día, fue un hombre.
El psiquiatra estaba especialmente interesado en los precios, una botella de vino sobre la mesa, y mamá explicó, distribuyendo sus ojos claros entre su asombrada prole:
- Ahora, gracias a Dios, podemos.
Mi vieja, pensó, mi vieja, nunca hemos sabido llevarnos bien: casi te mato de eclampsia al nacer, me alejaron de ti con grilletes, y según tu perspectiva he ido pasando los años, de bulto en bulto, camino de alguna perdición última pero segura. Mi hijo mayor está loco, solías anunciar a las visitas para excusar el (para ti) extraño comportamiento mío, mi inexplicable melancolía, los versos que secretaba en secreto, capullos de sonetos para una angustia sin forma. La abuela a la que iba los domingos con la mente puesta en las nalgas de la criada, y que vivía a la sombra de la gloria y las condecoraciones de dos generales muertos, me lo advirtió dolorosamente a la hora de los filetes:
Matarás a tu madre.
¿Y te mato a ti o me mato yo, mi vieja que durante tanto tiempo me pareció mi hermana, pequeña, bella, frágil, pastora de vidrieras y bruma sarda, con un horario repartido entre Proust y Paris-Match, pariendo herederos varones que te dejaron intacta en la delgadez de tus caderas y el fino alambre de tus huesos? Tal vez heredé de ti el gusto por el silencio, y los sucesivos embarazos no te dejaron el espacio para amarme como yo necesitaba, como yo quería, hasta que nos dimos cuenta de que existíamos cara a cara, tú mi madre y yo tu hijo, era demasiado tarde para lo que, a mi modo de ver, no había sucedido. El sabor del silencio y mirarnos como extraños separados por una distancia imposible de abolir, ¿qué pensará realmente de mí?
mi deseo desinformado de volver a entrar en su vientre para una demo-
sueño mineral sin sueños, una pausa de piedra en esta carrera que me aterroriza y que desde fuera se diría que me es impuesta, un trote embelesado del
angustia en dirección al resto que no está. Me mato, mamá, sin que nadie o casi nadie se dé cuenta, me balanceo colgado de la cuerda de una sonrisa, lloro por dentro desde la humedad de una cueva, el sudor del granito, la niebla secreta en la que me escondo. Silencio incluso en la música de fondo del restaurante, rennie mascando chicle en clave de sol ayudando a las digestiones de deglución precipitada para avestruces que comen pizzas a contrarreloj.
Música de fondo que siempre me recuerda a platijas peludas flotando en las arenas del pentagrama con ojitos melosos mirando sobresalir el acuario, el arrullo de intestinos resignados
El amigo consiguió por fin captar el interés de un empleado que vibraba de impaciencia, como un caballo aguijoneado por órdenes simultáneas y contradictorias, sacudiendo su rala melena con angustiada indecisión.
- "¿Qué elige?", preguntó el médico, que se disputaba su metro de mostrador con una enorme señora obesa ocupada por la pirámide de un enorme y obeso helado barroco con fruta confitada, con el que luchaba ferozmente a cucharadas enormes: no estaba claro cuál de los dos devoraría al otro.
- Hamburguesa con arroz, dijo el psiquiatra sin mirar el misal de pescados y carnes en el que el latín había dado paso a un francés de cazuelas dictado por la autoridad de la prima donna de la cocinera, pimentón ,Oh rostro pálido hermano mío, antes de entrar en la Pradera de las Cacerías Eternas.
- "Una hamburguesa y una pierna de cerdo", tradujo su amigo al camarero, que casi estallaba de desesperación. Un minuto más, pensó el doctor, y se abrirán grietas sísmicas en sus mejillas y se derrumbará al suelo en la agonía del colapso
- Síncope de un edificio viejo, dijo en voz alta, síncope del Premio Valmor atacado por la lepra y la carcoma.
La señora del helado le guiñó un ojo como un perro callejero a punto de
a la refriega porque temía que su recogida de basura comestible se viera amenazada: primero la nata montada y luego la metafísica, reflexionó el psiquiatra.
- "¿Qué?", preguntó su amigo.
- "¿Qué de qué?", preguntó el médico.
- Movías la boca y no oía ningún sonido, dijo mi amigo. Como las beatas en las iglesias.
Pensaba que escribir es un poco como respirar artificialmente el diccionario Moraes, la gramática de 4º curso y el resto de los depósitos de palabras caducas, y yo, a veces lleno y a veces vacío de oxígeno, abrumado por las dudas.
Frente a ellos, una niña bizca idéntica a un gorrión en celo susurraba risas confidenciales a un cuadragenario acurrucado en un caparazón para recibir sus risitas saltarinas. El psiquiatra casi apostaba que aquel hombre había sido sacerdote, dada la ausencia de aristas en sus gestos y la suave curva de sus labios al introducir trozos de pan a ritmo de metrónomo, masticando durante largo rato en desdeñoso deambular de camello. Sus párpados cayeron con ojos apagados y lentos y la bizca, maravillada, mordisqueó un trozo de su oreja con sus dientes dañados como una jirafa, extendiendo su gruesa lengua por encima de los barrotes y hacia las hojas de los eucaliptos.
Un segundo camarero, que parecía Harpo Marx, empujó las lonchas de cerdo asado y la hamburguesa sobre las servilletas de papel. Con el tenedor en la mano, el médico se sintió como un ternero en un establo que compartía con otros terneros, todos prisioneros de la tiranía de sus trabajos, sin tiempo para la alegría ni la esperanza. El trabajo, el viaje en coche los domingos a lo largo del inevitable triángulo Casa-Sintra-Cascais, de nuevo el trabajo, de nuevo el viaje en coche, y eso hasta que un coche fúnebre nos coge por sorpresa
a la esquina del infarto y terminar el ciclo en el punto final de los Prazeres. Deprisa, por favor, deprisa, pidió con todo su cuerpo al Dios de su infancia, al papá barbudo amigo íntimo de sus tías, al casero del sacristán cojo de Nelas, al divino colombófilo dueño de las cajas de limosnas y de los Santos Expedientes de los altares laterales, con el que mantenía la desilusionada relación de los amantes que poco esperan el uno del otro. Como nadie le respondía, se comió la única seta que llenaba la hamburguesa y que parecía una muela amarillenta por la falta de dentífrico. Por el silencio de su amigo, se dio cuenta de que esperaba la justificación de la llamada de la mañana con su habitual paciencia de árbol tranquilo.
- "He tocado fondo", dijo el psiquiatra con la densa seta aún en la lengua, recordando que de niño, en la escuela dominical, le habían dicho que era un pecado horrible hablar antes de tragarse la hostia. En lo profundo, la bola En lo profundo de la densidad de las profundidades
Al lado de la bizca, un señor mayor leía "Selecciones"mientras esperaba el almuerzo: Soy el testículo de Juan. ¿Para qué querría testículos una persona de sesenta años?
- He tocado fondo", continuó el psiquiatra, "y no estoy seguro de poder salir del lodazal en el que me encuentro. Ni siquiera estoy seguro de que haya una salida para mí, ¿entiendes? A veces oía hablar a los pacientes y pensaba en cómo ese chico o esa chica se metían en el pozo y yo no encontraba la forma de sacarlos debido a la corta longitud de mi brazo. Como cuando estudiantes nos mostraban a pacientes de cáncer en las salas aferrándose al mundo a través del ombligo de la morfina. Pensaba en la angustia de ese chico o chica, les daba medicinas y palabras de consuelo desde mi asombro, pero nunca estaba deseando unirme a las tropas algún día porque era jodidamente fuerte.
Tenía fuerzas: tenía mujer, hijas, un proyecto de escritura, cosas concretas, boyas que me mantenían a flote. Si la ansiedad se apoderaba de mí, por la noche, ya sabe cómo es, me iba a la habitación de las niñas, a ese revoltijo de trastos infantiles, las veía dormir, me sentía sereno: me sentía apuntalado, eh, acogedor y seguro, y de repente, joder, mi vida daba un vuelco, aquí estaba yo, una cucaracha sobre mi espalda, pataleando y gritando, sin ningún apoyo. La gente,
usted lo entiende,
Quiero decir que ella y yo, nos queríamos mucho, vamos, todavía nos queremos mucho y las bolas de esta mierda, es que no puedo enderezarme de nuevo, llamarla y decirle - Luchemos, porque tal vez he perdido la voluntad de luchar, mis brazos no se mueven, mi voz no habla, los tendones de mi cuello no sostienen justo lo que quiero. Creo que los dos hemos fracasado porque no sabemos perdonar, porque no sabemos no ser completamente aceptados, y entre nuestras mentes, al herir y ser heridos, nuestro amor (es bueno decirlo así: nuestro amor) perdura y crece sin que hasta ahora ningún soplo lo apague.
Y como si sólo pudiera amarla lejos de ella con tantas ganas, chulo , de amarla de cerca, cuerpo a cuerpo, como ha sido nuestra lucha desde que nos conocimos. Para darle lo que no he podido darle hasta ahora y hay en mí, congelada pero siempre respirando, una semilla oculta que espera. Lo que quería darle desde el principio, quiero dárselo, la ternura, ya sabe, sin egoísmo, lo cotidiano sin rutina, la entrega absoluta de una vida compartida tan cálida y sencilla como un gallo en la mano, un animal pequeño, asustado y tembloroso, nuestro.
Se quedó callado con un nudo en la garganta mientras el caballero de las "Selecciones" después de doblar la esquina de una página antes de cerrar la revista, vertía el contenido de un paquete de azúcar, con cautelosos golpecitos , en la ictericia del té de limón. La señora obesa había conquistado definitivamente el helado y asentía con la cabeza, saciada como una boa constrictor. Tres adolescentes miopes hablaban sobre sus filetes, mirando a una pelirroja solitaria con un cuchillo colgando en el aire como la pata suspendida de una cigüeña, entregándose a indescifrables meditaciones.
- Ninguno de vosotros puede encontrar una persona como el otro", dijo mi amigo, apartando el plato vacío con el dorso de la mano, "ninguno de vosotros puede encontrar una persona tan para el otro como el otro, tan de acuerdo con el otro como el otro, pero tú te has castigado y te has castigado en la culpa de un alcohólico, te has metido en la idiotez de Estoril, has desaparecido, nadie te ve, te has evaporado en el aire. Sigo esperando que termines tu trabajo en Acting-Out.
- Estoy vacío de ideas", dijo el médico.
- Estás vacío de todo", respondió su amigo. ¿Por qué ahora
no te das con los los cuernos contra la pared?
El psiquiatra recordó una frase de su mujer justo antes de separarse. Estaban sentados en el sofá rojo del salón, bajo el gris aura de un grabado de Bartolomé, que apreciaba mucho, mientras el gato buscaba
un cálido espacio entre sus caderas. Y entonces ella volvió sus grandes y decididos ojos marrones hacia él y declaró:
- No permitiré que te rindas conmigo o sin mí porque creo en ti y apuesto por ti a pies juntillas.
Y se acordó de como eso lo aguijoneaba y le dolía y cómo se había tragado el bicho para abrazar el cuerpo esbelto y moreno de su mujer.
repitiendo GTS, GTS, GTS, en una emoción afligida: ella había sido la primera persona en quererle entero, con el enorme peso de sus defectos dentro. Y la primera (y única) persona que le animó a escribir, fuera cual fuera el precio de esta casi tortura sin fin aparente que es poner un poema o un cuento en un cuadrado de papel. Y yo, se preguntaba, ¿qué he hecho realmente por ti, en qué he intentado ayudarte realmente? ¿Contrastando mi egoísmo con tu amor, mi desinterés con tu interés, mi rendición con tu lucha?
- Soy un cagón pidiendo ayuda, le dijo a su amigo, tan imbécil que ni siquiera puedo sujetar mis bolígrafos. Pidiendo una vez más la atención de los demás sin dar nada a cambio. Estoy llorando lágrimas de cocodrilo que ni siquiera me ayudan y quizá sólo piense en mí.
- Intenta ser un hombre para variar", replicó su amigo, arponeándole al
Hermano Marx por la manga para pedirle un espresso doble. Intenta ser un hombre durante un tiempo: quizá puedas aguantar.
El médico miró hacia abajo y se dio cuenta de que no había tocado la hamburguesa de jamón. La visión de la carne y la salsa frías y cuajadas encendió en él una especie de mareo agónico que viajó en torbellino desde sus tripas hasta su boca. Se deslizó del taburete como una difícil montura que de repente tuviera demasiada movilidad, conteniendo el vómito con la fuerza de los músculos de su estómago, con las manos abiertas delante de la boca, aturdido. Aún así consiguió llegar a los lavabos e, inclinándose hacia delante, empezó a expulsar los restos del día anterior y del desayuno de la mañana, grumos blanquecinos raspados en el fregadero más cercano a la puerta, los restos desordenados del jamón y la gelatina resbalando, repulsivos, por el desagüe. Cuando consiguió controlarse lo suficiente para enjuagarse la boca y las palmas de las manos, vio en el espejo que su amigo , detrás de él, le miraba la cara pálida, todavía retorcido por la asfixia y los calambres.
- Eh tío, le dijo a la imagen reflejada, el ángel de la guarda de su angustia inmóvil sobre un fondo de azulejos, eh tío, coño de prima, culo de vieja mocosa, cojones del padre Inácio, es muy jodido ser hombre. ¿Verdad que sí?
Antonio Lobo Antunes, Memōria de elefante, Ed. Don Quixote.
Traducción, R.Ferreira
Let's be careful out there
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