[...] y la naturaleza entera se le apareció entonces a la luz de una seductora novedad inagotable [...]
Julien gracq, En el castillo de Argol
"El arte de Caravaggio se compone de oscuridad y de luz. Sus pinturas presentan momentos decisivos de una experiencia humana extremada y con frecuencia dolorosa. Un hombre es decapitado en su dormitorio y del profundo corte en el cuello salta un chorro de sangre. Un hombre es asesinado en el altar de una iglesia. A una mujer le disparan una flecha en el estómago a quemarropa. Las imágenes de Caravaggio detienen el tiempo, pero también parecen estar suspendidas al borde de su propia desaparición. Los rostros están iluminados. Los detalles surgen de la oscuridad con una claridad tan misteriosa que podrían ser alucinaciones. Sin embargo, siempre están cercados de sombras, profundidades de negrura que amenazan con hacerlos desaparecer. Contemplar estas pinturas es como mirar un mundo iluminado por relámpagos..."
He transcrito esta larga cita con la que Andrew Graham-Dixon abre su imprescindible "Caravaggio, a life sacred and profane" porque refleja de un modo más que elocuente toda la fuerza y el desasosiego que exhudan los tres personajes de la obra maestra de julien Gracq, Au Chateau d'Argol.
Y es que la verdadera literatura es desconcertante porque hace emerger a la superficie del papel las profundidades de la existencia que escapan a la conciencia ordinaria, la contradicen y la desmienten. Desde el primero de los privilegios, que es el de estar exento del trabajo productivo, la literatura ilumina el sentido oculto detrás del sentido común, la riqueza inagotable de un mundo sobre el que el trabajo cotidiano, la costumbre, la preocupación, la pereza, la fatiga, el olvido, han puesto su sello. Lo inmutable es el carácter paradójico que la literatura extrae de nacer en un lugar aparte, en un tiempo estático, apaciguado. En este sentido, Gracq dice en alguna parte, que este era todavía su sentimiento en los años treinta, cuando escribió Au château d'Argol.
Ciñéndonos a esta obra en particular, ambientada en la "encantadora" Bretaña, se trata de una deslumbrante y ambigua historia de amor entre tres personas en un castillo aislado entre el bosque y el océano. Albert, el señor de la mansión, Herminien, su amigo y cómplice, y la bella Heide se aprehenden, se rozan, se atraen, se repelen, se atraen de nuevo y, finalmente, se desgarran. No es dificil advertir sin demasiado esfuerzo tanto el influjo surrealista como el laicismo a ultranza en la mitología que impera en los paisajes emocionales de Argol milimétricamente descritos por Gracq, paisajes hijos del paganismo y entendidos como espacio en el que hombres y mitos conviven en una Naturaleza omnímoda que desprende aquella frialdad, aquel desamparo que emana la pintura aséptica de su contemporáneo De Chirico. Su fecunda y deslumbrante imaginería, compuesta sobre la base del azar y del dominio del inconsciente, del terreno onírico e irreal, de la ensoñación, le paga un palmario tributo al lenguaje surrealista y a su audacia poética: a Gracq le interesa aquí la condición humana elevada al mito dualista del bien y del mal, y escarbar en el simbolismo y en la metafísica de esa dualidad de balanza cuyo fiel es Heide, la hermosa joven que exalta los extremos que encarnan Albert y Herminien, triángulo que le devuelve la vida por un momento al que configuraron un día Lanzarote, Ginebra y Arturo, leídos por Gracq con la ayuda de la lupa de Wagner y de su Parsifal.
De este modo todo se dispone al servicio de los ritos y viajes iniciáticos, desbordando una escenografía macabra( para un montaje teatral del mito de la caída), en el que los espacios, gracias al prodigioso lenguaje poético de Gracq, son trascendidos describiendo las landas y los bosques con primor de geógrafo, alcanzando una excepcional parodia, sin sentido peyorativo, de la novela gótica del Romanticismo.
De la mano de esta sublime prosa de orfebre, de filigrana, que exhibe Gracq en cada frase, (tal vez la más perfecta de la narrativa francesa) , somos participes de su diletantismo extravagante (alusiones a Hegel), de su memoria de los Cristos de Durero y Rembrandt, de los inequívocos ecos de la prosa de Poe y de Buzzati, de páginas asaeteadas por versos del dionisíaco Rimbaud), y por encima de todo, de su relectura demoníaca e impactante de un Parsifal al que le ha extirpado a Dios.
El mito de la Caída, la doble naturaleza de cualquier salvador -la mano que inflige la herida es también la mano que la cura- están presentes en una historia que el autor destila una versión demoníaca de Parsifal.
Leer a Julien Gracq es ser abrazado por el misterio mágico de ignotas geografías y puestos de observación, es ser arrojados a castillos, balcones, almirantazgos… desde los que se espera el acontecimiento que se balancea entre el desastre y la salvación, es ser invadidos por «las imágenes que desarrolla todo viaje iniciático que reenvía cada una de ellas de manera enigmática a un encuentro prefigurado que hacen presentir y que las concluirá: la potencia maléfica de las excursiones mágica saca su fuerza de que ellas son todas, de una manera u otra, “caminos de la vida”.
Entre el desastre y la maravilla se desliza la escritura de Julien Gracq que es una celebración permanente del enigma de la existencia, de su plenitud, del arrobo ante la misteriosa inmanencia del mundo. Una novela magnífica, poética, cautivadora, que se aleja de los desgastados tópicos de la insípida novela moderna. Es cierto que quienes estén acostumbrados a novelas de acción llenas de diálogos quizá no la aprecien, las frases son largas y la lectura requiere concentración y meditación, pero está lejos de resultar pesada, tal es la maestría de Julien Gracq en el arte de combinar las palabras. La historia, en fin, es oscura, onírica, descriptiva y contemplativa: ¡una pura delicia!
Lets be careful out there
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